UN DÍA CON LA SIRENA

UN DIA CON LA SIRENA

Por Eduardo Resendiz Sánchez


Caminaba a la orilla del mar de Acapulco, creo que era mediodía, el calor pegaba a mi espalda, un calor pegajoso, los mosquitos me picaban las piernas, seguí caminando.

El sol se reflejaba en medio del mar, haciéndolo más azul o verde dependiendo a donde mirara.

Sequé mi frente, caían gotitas de sudor.

Subí a la piedra más alta, puse las manos en mis ojos para ver mejor, el sol no me dejaba ver, me lastimaba. A lo lejos vi la lancha de un pescador, el hombre lanzaba su red al mar. Por lanzarla tan rápido casi se iba a caer. Sonreí momentáneamente.

Todo estaba en silencio, nada más el ruido que hacían las olas cuando se estrellaban contra las rocas. El aire tibio se sentía en mi cara. Veía mis pequeños tenis blancos llenos de arena.

Me senté en la piedra, acomodé mi barbilla sobre mis brazos cruzados.

Había oído historias de sirenas, las contaban los pescadores que le iban a vender pescado a mi madre, mi fantasía estaba desbordada, me preguntaba si eso sería cierto, si su canto en verdad enloquecía a los pescadores, si los seducían con su belleza, para luego ahogarlos y robarles su alma.

Confieso que tuve miedo. Iba a echar a correr a mi casa, pero, no,. ya tenía 10 años, era un hombre. La nostalgia me entró, mi madre no estaba conmigo, había ido a la Ciudad de México, concretamente a Azcapotzalco, por un problema que tuvo con un banco.

Me sentí triste, de mis ojos negros salieron dos lágrimas, me había dejado ahí en Acapulco con la abuela, para acompañarla porque está enferma.

Me sumergí en mis pensamientos olvidándome de todo.

Escuché una voz que me llamaba, decía mi nombre: “¡Antonio, Antonio! ¿Por qué estás triste?”.

Pensé que era mi abuela que saldría atrás de mí, pero mi abuela está enferma, no podría ser ella. Me paré como rayo. Una mujer venía hacia mí nadando velozmente. Se paró enfrente de mí. Volvió a decir: “¡Toñito! ¿Por qué estás triste?”

Hablaba sin mover los labios, su voz la oía claramente en mi cabeza, sus ojos eran tan azules como el mar, su cabello dorado como el sol. Caminé hacia ella y le pregunté: “¿Eres tú una sirena?”

Se rió y me dijo: “Así me dicen los pescadores”.

“¿Me vas a matar y robar mi alma?” le pregunté.

“Son puras mentiras, fantasías de los pescadores, no tengas miedo, no te voy hacer nada”.

Me animé a preguntar: “¿Cómo te llamas?”

“Komara, es mi nombre” dijo.

“¿Y cómo sabes el mío?”

“Las sirenas sabemos muchas cosas”.

“Que nombre tan raro, Komara, nunca lo había escuchado”.

Ella estiró una mano, movió los dedos y me invitó a que me metiera al agua.

“No sé nadar Komara”.

“No tengas miedo, yo voy a estar contigo” me dijo con dulzura.

Sacó del mar un caracol, era de un color rosa muy bonito. Lo puso en mis manos y dijo:

“Es mágico, tócalo”.

Lo miré, lo coloqué en mis labios, inflé los cachetes y soplé con gran fuerza.

El sonido que salía se alcanzó a escuchar muy lejos, más allá del mar. Sentí como si mi cuerpo se quemara. Me mareé, tuve ganas de vomitar.

Despues de unos instantes, el mar tenía gran atracción sobre mí. Komara no despegaba la vista de mi, y con una sonrisa expresó: “Ya estás preparado, métete, no te pasará nada”.

Caminé lentamente adentrándome en las pequeñas olas que se estrellaban en mis pies y tobillos.

Komara estiraba las manos para animarme: “Tú métete”.

Me tomó de la mano, me sumergió muy hondo, primero vi los rayos del sol clavándose en el agua y reflejando el color plateado de algunos peces, pero luego, yendo más hacia abajo, ya no había peces, todo estaba obscuro…

Entramos a una enorme cueva donde el silencio era total.

Al fondo de la cueva había una luz azul.

“Te dije que el caracol era mágico. Cuando lo tocas puedes respirar bajo el agua”.

“Muchas gracias”, le dije. La abracé. Sentí su frío cuerpo. Cuando atravesamos la cueva y salimos del otro lado, vi una ciudad muy rara, sus casas eran cuevas pequeñas, vivían muchas sirenas ahí, señoras y señores sirenas, pasaban con canastos llenos de pescados, otros con canastas de algas marinas.

Detrás de esos ciudadanos sirenas, venía un grupo tipo escolta, protegiéndolos, en sus manos empuñaban como lanzas, armas hechos de los huesos de las ballenas. Su misión es proteger a la población sirena de sus enemigos, los crinomatos. Ellos son una tribu enemiga que les roba sus alimentos y a sus hijos, según me explicaron.

Komara se puso a hacer la comida mientras esperaba a sus papás. Salí un rato de la cueva. Unos niños sirena jugaban escondidas en un barco hundido. Cuando me vieron, se acercaron nadando a donde me encontraba yo. Me miraron con curiosidad. Dieron vueltas alrededor mío.

Uno me preguntó: “¿Qué se siente tener dos pies?”

Me reí.

Comencé a brincar. Se quedaron admirados. Dieron más vueltas alrededor mío. Miraban mucho la gorra que traía puesta. Me la quité y se las regalé. Me dijeron adiós con la mano y se fueron nadando otra vez al barco hundido.

En eso llegaron los papas de Komara. Venían con una canasta de pescados y una tortuga. Cuando me vieron se detuvieron un rato frente a mí. Se agacharon en forma de saludo y dijeron:

“Bienvenido eres pequeño”.

Quise hablar. De mi boca salieron burbujas. Me estaba ahogando. La mamá de Komara vino pronto en mi ayuda, y me dijo:

“No hables. Piensa las palabras. Nosotros te entendemos”.

Me dio unos pequeños golpecitos en la espalda. Komara se colocó en medio de los dos:

“Antonio, te presento a mis papas. Mi mamá se llama Kotrina, mi papá Kripton.

Me volvieron a decir: “Bienvenido seas pequeño”.

El papá preguntó: “¿Cuántos años tienes pequeño?”

“Diez, señor”.

Me miraron con asombro y comenzaron a reírse.

Komara nado hacia mí y preguntó:

“¿Puedes imaginarte cuántos años tienen mis papás?

Mi mamá 300 años, mi papá 500 años”.

Me sorprendí enormemente. Se veían mucho más jóvenes que mis padres, y eso que ellos tenían entonces como cincuenta años.

Luego de ese tema, me invitaron a comer, pero agradecido decliné la oferta. No quería volver a ahogarme ahora entre burbujas y bocados.

Lo entendieron. Era mi primera vez bajo el mar. Ellos saboreaban los pescados cuando los comían, sin cocinar, y tronaban los huesos en sus bocas.

Qué mundo tan extraño este donde vive Komara, no sé cuánto tiempo había pasado ya con ella.

Le dije a Komara que ya me tenía que ir, mi abuela se iba a preocupar por mí. La familia se puso alrededor mío, me dieron un abrazo de despedida, inclinaron la cabeza y dijeron al mismo tiempo: “Pequeño, cuando quieras venir serás bienvenido”.

Komara tomó mi mano, salimos de la cueva, nadamos hacia la superficie, y cuando estábamos cerca de la orilla de la playa, aun en el agua, me dijo: “¡Vuelve a tocar el caracol! si no lo tocas no vas a poder salir. Acuérdate que es mágico”.

Lo hice, y noté que nuevamente mi cuerpo y mi respiración regresaban a su torpeza en el agua.

Me dio un abrazo de despedida. Puso el caracol enfrente de mí.

“Ten, te lo regalo, cuídalo mucho, tócalo cuando vengas yo te encontraré”.

“Muchas gracias Komara”. Le di un beso en la mejilla.

Le dije adiós y se volvió a meter al mar. Miré hasta que despareció del horizonte.

Después de unos días, mi madre regresó a Acapulco.

Un día que estábamos en el comedor tomándonos un agua bien fría, le llamó la atención el caracol rosa que estaba en la vitrina.

“Hijo, ¿De dónde llegó este caracol? Es muy raro”.

Dejé el vaso de agua en la mesa y le expliqué:

“Es de Komara, mamá, bueno, es mío, me lo regaló”.

“¿Quién es Komara?”

“Mi amiga que vive en el mar”.

“¿Qué?” dijo mi madre abriendo sus ojos.

Le platiqué todo lo que había visto en casa de Komara. MI madre se me quedaba viendo, se rascó la cabeza.

“Vaya historia que te contaron los pescadores”.

Me abrazo.

“Que imaginación la tuya hijo. Cuando seas grande vas a ser escritor”.

Se fue caminando, cerró la puerta.

Me le quedé viendo al caracol que estaba brillante en la vitrina.

Pensé: “Si este caracol hablara, qué secretos nos contaría”.

Un mes después mi madre y yo regresamos a la Ciudad de México, y pasaron muchos años para que volviéramos a ir a Acapulco. Mi abuela había muerto, y en su casa viven ahora unos de mis tíos.

Cuando por fin volví a Acapulco, me quedé en casa de ellos. Busqué el caracol por todos lados, pero no lo encontré.

Varios días miré, revisé, pregunté, pero nadie sabía nada del caracol, la vitrina tampoco estaba, la habían vendido al morir mi abuela.

Desde la casa de mis tíos se veía el mar, de un azul intenso.

Me preguntaba como estaría Komara, si se acordaría de mí.

Caminé hacia el mar. Con nostalgia retomé el camino, seguí los mismos pasos de niño.

Andaba en la orilla, me subí en la misma piedra, me entró un profundo sentimiento de melancolía, un súbito impulso de energía hizo que pusiera las dos manos junto a mi boca, y como loco comencé a gritar: “¡Komara!”, “¡Komara!”, “¡Aquí estoy, soy Antonio!”.

“¡Komara!”.

“¿Te acuerdas de mí?”.

“¡No encuentro el caracol, lo siento, pero aquí estoy!”.

La única respuesta eran los brillos del sol reflejados sobre el mar.

Inmenso mar.

Inmenso vacío.

Inmensa soledad me envolvió.

Es extraño poder sentir escalofrío en el calor del mar acapulqueño.

Me impresionó todo ese sentimiento y eché a correr por toda la orilla gritando, corría sin saber por qué, un par de lagrimas en mi rostro dejaban hilos cuya sal se acumulaba en mi boca.

Me alejé de la orilla y pasé a la orilla seca. Ni corriendo pude alejarme de esa emoción.

No se cuanto tiempo después, pero me detuve. Estaba agotado. Los pies me dolían. Estaba corriendo descalzo y la arena los quemaba. Me hinqué. Clavé las manos en la arena.

“¿Dónde estás Komara?”.

Las lágrimas dejaron de salir. Hasta eso fue inútil. Busqué una sombra y me tiré de espalda. Así me quedé un rato.

Me levanté.

El sol se perdía en medio del mar. Estaba anaranjado. Ya era tarde. Fui por mis zapatos. Me dirigí a la casa de mi tío.

Cuando estaba cerrando la puerta, de repente detrás de mí, desde el mar se escuchó el caracol. Sonaba su fuerte sonido.

Me regresé corriendo, volvió a sonar, lo escuchaba clarito.

En medio del mar, donde el sol se estaba ocultando, se movía una mano saludándome, una rubia lo tocaba, era Komara.

La sirena que soñé hace muchos años, se volvió realidad en el sonido del caracol.

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