VENGANZA

VENGANZA

Por Eduardo Resendiz Sánchez

Caminaba con pasos lentos, sus botas hacían ruido quebrando las hojas secas, sumiéndose en el pasto, iba rumbo a la aldea, tenía más de una hora que salió del campamento.

La luz entraba en medio de las hojas verdes, apenas empezaba hacer calor, apresuró el paso, los pájaros volaban por las ramas de los árboles, se detuvo un rato.

Los chapulines brincaban en sus botas, se limpió el sudor, tomó un trago de agua, en  la tierra había unas manzanas tiradas, agarró una, le dio una mordida, subió la colina, desde ahí, se veía la aldea en toda su plenitud.

Le llamó la atención algo: a pesar del bombardeo que hicieron hace unos días, la aldea aun conservaba una belleza moderada, sus tabiques rojos, las tejas de sus techos negras, la iglesia se veía impresionante, con los vidrios transparentes, que dejaban pasar los rayos violetas.

Él reanudó su avance por las montañas lentamente, miró para todos lados, vio un árbol apropiado, lo podía subir sin dificultad, abrió su mochila, sacó una cuerda, la arrojó por encima del árbol, le dio un fuerte tirón, era segura la colocación, empezó a subir, sacó su cuchillo, iba cortando las ramas que le estorbaban a su paso, se acomodó, estiró las piernas, se puso las dos manos en la nuca, dejo salir un fuerte suspiro, quería cortar más hojas, las hizo a un lado nada más, descansó unos minutos.

Sacó los prismáticos, miró la aldea, todo tranquilo, no había gente en la calle.

El francotirador es el hombre que más calma tiene en el mundo, pensó.

No había prisa, sacó un chocolate de su mochila, se lo empezó a comer, sacó un cigarro, lo empezó a fumar, el humo le llegaba a los ojos, tosió, se limpió la boca con la manga de la chamarra, sintió la quietud del bosque, miraba el río como pasaba el agua transparente, clara, los peces coleteaban, las mariposa amarillas volaban alrededor de las flores rojas, una ardilla brincaba de un árbol a otro, el sol ya está en lo alto de las montañas, el aire movía las hojas de los árboles.

Cruzó los brazos. “¡Qué bello es todo esto!”, murmuró.

Agarró los prismáticos, volvió a mirar, un hombre a lo lejos sacaba agua del río.

El recuerdo le llegó, lo atormentaba, en la noche llegó un soldado pidiendo ayuda, en el camión llevaba los cuerpos de soldados muertos, llevaba sangre coagulada en un brazo, producto de un machetazo, todos salieron a ver qué pasaba, miraban los cuerpos de sus compañeros sin vida, la rabia se apoderó de ellos, el coraje, la impotencia.

Todos gritaban. “¡Guerra, guerra, malditos alemanes!”

Se metieron a las casas de campaña, sacaron rifles, metralletas, pistolas, subieron a los jeeps, iban acomodándose los cascos, iban de salida del campamento cuando oyeron un grito a sus espaldas, era el capitán. A gritos les decía: “¡Esperen, no podemos atacar civiles!, tenemos prohibida la guerra contra ellos, terminó el maldito loco de Hitler, ya se suicidó, los alemanes ya se rindieron, voy a mandar un comunicado a mis superiores, diciendo lo que paso aquí, a ver qué ordenes mandan, mientras tanto guarden la calma, métanse, yo les avisaré lo que me contesten”.

“¡Soldado, cuide las puertas, nadie sale, al que se salga le dispara, cumpla las órdenes!”

Todos bajaron la cabeza, nadie protestó, tiraron los rifles al suelo, unos lloraban, se metieron en silencio.

Kevin, que estaba hasta atrás del grupo no había visto los cuerpos. Se acercó, miró el cuerpo de su primo, el soldado más joven del ejército, lo vio con la cabeza partida a la mitad, se mordió la mano, prometió vengar a su primo.

En la mañana siguiente partieron los soldados a divertirse con las mujeres jóvenes de la aldea, a bailar y tomar, a celebrar el triunfo de los americanos.

Al siguiente día llegaron instrucciones, dejarían el campamento para regresar a los Estados Unidos.

Sin embargo, aprovechando el relajamiento de los militares americanos, un numeroso grupo de campesinos de la aldea local los atacó con machetes y palos, dejando muertos en el suelo.

Solo uno logró escapar.

Desde lo alto del árbol, miró nuevamente por los prismáticos. El campesino seguía sacando agua con sus garrafones. Limpió el rifle, puso su ojo en la mira, apuntó, contuvo la respiración, jaló el gatillo.

El campesino caía al suelo con un hoyo en la cabeza, su mujer que estaba detrás de él daba gritos, brincaba, se pegaba en la frente, era tal el escándalo que otros salieron a ver qué pasaba.

Jaló tres veces más el gatillo, tres hombres más caían al suelo, los demás se tiraron al piso llenos de pánico, volteaban para todos, buscando de dónde venían los disparos, otros arrastraban los cuerpos, los perros ladraban fuera de la casa, las gallinas corrían locamente fuera del gallinero, las mujeres gritaban.

Sacó la cantimplora, se acabó toda el agua que tenía.

Se iba a bajar del árbol cuando vio que una víbora negra se acercaba lentamente a donde él estaba. Tragó saliva. El animal sacaba su lengua negra, sus ojos miraban cada uno de sus movimientos, se iba acercando más, bajó su mano sobre su bota, lentamente sacó el cuchillo, con un movimiento rápido le voló la cabeza, cuando cayó al suelo, todavía se movía el cuerpo del animal como una reata encolerizada.

Estando abajo del árbol, pateó el resto de la víbora arrojándola a los matorrales, agarró los casquillos del suelo, hizo un hoyo, los enterró para no dejar evidencia, fue al río, llenó la cantimplora, se echó agua en la cara, estaba fría, se sintió bien.

Ese día y el siguiente fueron un escándalo en la aldea y en las aledañas. El tema del ataque que sufrieron los campesinos encolerizaba a unos y atemorizaba a otros.

Los dirigentes locales harían una investigación, el culpable sería severamente castigado.

La gente de la aldea se escondía. Otros vigilaban.

Kevin solitario, satisfecho, se internó en el bosque, sentía el aire frío de las mañanas, se entretenía admirando el lugar, las hojas secas caían, los pájaros en su nido dando de comer a los polluelos, era de esos días agradables de los bosques alemanes, llenos de sol y vida.

Recargó su hombro en un tronco viejo.

En un instante oyó, unas pisadas y voces que no conocía, vio sombras que se escondían.

¡Zum!

Un disparo salió de atrás de un árbol.

La bala le atravesó la espalda. Otra bala más le impactó cerca de la primera.

Cayó de bruces, con trabajos se dio la vuelta, la cara la tenía llena de tierra, de ese agradable bosque alemán, también de sangre.

Varios hombres estaban ya a su alrededor, eran alemanes que lo miraban con odio, le apuntaban con sus rifles, una lluvia de patadas agitaba sus costados, quiso sacar su pistola.

Le pisaron la mano, patearon el arma hacía un lado. También le quitaron su cuchillo. Quiso hablar.

Un alemán que hablaba inglés escuchó las palabras de Kevin.

“¡Perro americano!” dijo el alemán.

Le escupió la cara, le apuntó con su rifle, iba a jalar el gatillo, pero una mano le bajó el arma.

Vio las caras de sus compañeros que movían la cabeza negativamente.

“Déjalo, está más muerto que vivo” le dijeron.

El agresor se acomodó el rifle en la espalda.

Antes de irse le volvió a dar otra patada.

Kevin trató de incorporarse, estiró su mano buscando asirse de algo para apoyarse, pero lo único que consiguió agarrar con su mano, fue pasto con tierra. Estaba con las manos estiradas, el sol le pegaba en la cara, sintió calambres en las piernas, se le empezaban a dormir, algo le quemaba el pecho.

Recordó que hace una semana, había recibido una carta que le había enviado su madre:

“Kevin hijo mío,

Te manda saludos toda la familia, estamos felices porque al parecer pronto terminará la guerra,, Berlín está casi controlado, tu hermano el más chico quiso que te compráramos una bicicleta, y un balón de futbol americano, te extraña mucho, tu abuela te va hacer una barbacoa cuando llegues,  esa que tanto te gusta, dice que te va a llevar a México, a Chapultepec, para que conozcas su tierra que también es tuya, te compré una televisión, ya está en tu cuarto que estamos remodelando, Clarissa, tu novia, juró esperarte hasta que terminara la guerra, así te lo dijo y así nos lo recuerda seguido. Robert, el hijo de Paul, el hombre más rico del pueblo, la pretendía, pero ella espera tu regreso. Dice que quiere ir contigo a México, sueña con que allá en presencia de tu abuela, se casen con mariachis.

Cuando llegues, te vamos a hacer una fiesta junto con los vecinos.

Te esperamos,

Tu madre,

Carmen Harrison Ayala”.

 

Sonrió. Se iba a reír pero tosió sangre.

Se limpió con la manga de la chamarra.

Sacó de su bolsa una estampita de la Virgen de Guadalupe. Le dio un beso, por la debilidad de sus manos y extremidades, el viento se la arrebató de la mano, cayó a un lado de su cabeza. Su abuela mexicana se la dio una vez, le dijo que la había obtenido de cuando ella fue a la iglesia de los apóstoles en Azcapotzalco.

Aquella vez que su abuela le hizo ese cariñoso obsequio, se agachó ella y le dijo bajito al oído: “Nunca te apartes de ella Kevin, la Virgen siempre estará contigo”.

Después lo llevó al parque, donde un paletero estaba con su carrito, le compró un helado, la tarde era calurosa.

Pero el aire que respiraba ahora era más húmedo, espeso, lo ahogaba, inflaba con dificultad su pecho para respirar, su corazón latía cada vez más lento, su mirada era la mirada de la muerte.

Era primavera, mayo de 1945, las mariposas pasaban cerca de él. Los pájaros seguían cantando en sus nidos, los árboles se mecían con el viento, un cuervo pasó cerca picoteando el pasto. Un río a lo lejos se escuchaba, un chapulín camino por su cara, de un brinco desapareció.

Lentamente, el aire lo empezó a sentir más fresco, tenía mucha sed, el dolor era intenso, el cuerpo lo sentía más pesado, el aire la faltaba, sus manos empezaron a temblar, y súbitamente se detuvieron.

Dejó de respirar.

Lo último que vio fueron las nubes rezagadas que se perdían detrás de los árboles.

Sus ojos se quedaron fijos.

Jamás se volvieron a cerrar.

 

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