MANUEL JOSÉ OTHÓN

MANUEL JOSÉ OTHÓN

Por Martín Borboa Gómez


El famoso poeta, cuentista, abogado y político mexicano, nació en la población potosina de Cerritos, en el año 1858, y falleció en la capital potosina el 28 de noviembre de 1906.

Fue agente del Ministerio Público y también diputado federal.

Pero antes que las diversas actividades ya descritas, la primera es la que desarrolló inicialmente, la de poeta, escribiendo desde los 13 años de edad sus primeras poesías.


Desde 1964, sus restos mortales descansan en la Rotonda de las Personas Ilustres, en el Panteón de Dolores, en la Ciudad de México.

En Azcapotzalco, Cdmx, está el Jardín de Niños “Manuel José Othón”. Se ubica en la colonia Sindicato Mexicano de Electricistas, en la calle Norte 87, número 434.

Este año, fue este instituto educativo el que ganó el PRIMER LUGAR del concurso de ofrendas, en EXPO OFRENDA, que convocó el gobierno local, en el Parque Tezozómoc, al inicio del mes de noviembre 2023.

A continuación unas imágenes de su ofrenda ganadora:

 




 


A continuación, una obra poética de Manuel José Othón, que puede catalogarse como “poesía ambientalista”, pues destaca el intrincado vínculo de cada elemento que se entrelaza y convive en la naturaleza, y casi parece adivinarse que de la existencia de un elemento, depende la armonía de los demás.

  

EL HIMNO DE LOS BOSQUES

de Manuel José Othón

 

I

en este sosegado apartamiento

lejos de cortesanas ambiciones,

libre curso dejando al pensamiento,

quiero escuchar suspiros y canciones.

 

¡El himno de los bosques! lo acompaña

con su apacible susurrar el viento,

el coro de las aves con su acento,

con su rumor eterno la montaña.

 

El torrente caudal se precipita

a la honda sima, con furor azota

las piedras de su lecho, y la infinita

estrofa ardiente de los antros brota.

¡Del gigante salterio en cada nota

el salmo inmenso del amor palpita!

 

II

Huyendo por la selva presurosos

se pierden de la noche los rumores;

los mochuelos ocúltanse medrosos

en las ruinas, y exhalan los alcores

sus primeros alientos deleitosos.

Abandona mis párpados el sueño,

la llanura despierta alborozada:

con su semblante pálido y risueño,

la vino a despertar la madrugada.

Del oriente los blancos resplandores

a aparecer comienzan; la cañada

suspira vagamente, el sauce llora

cabe la fresca orilla del riachuelo,

y la alondra gentil levanta al cielo

un preludio del himno de la aurora.

La bandada de pájaros canora

sus trinos une al murmurar del río;

gime el follaje temblador, colora,

y a lo lejos blanquea el caserío.

Y va creciendo el resplandor y crece

el concierto a la vez. Ya los rumores

y los rayos de luz hinchen el viento,

hacen temblar el éter, y parece

que en explosión de notas y colores

va a inundar a la tierra el firmamento.

 

III

Allá, tras las montañas orientales,

surge de pronto el sol, como una roja

llamarada de incendios colosales,

y sobre los abruptos peñascales

ríos de lava incandescente arroja.

Entonces, de los flancos de la sierra

bañada en luz, del robledal oscuro,

del espantoso acantilado muro

que el paso estrecho a la hondonada cierra;

de los profundos valles de los lagos

azules y lejanos que se mecen

blandamente del aura a los halagos,

y de los matorrales que estremecen

los vientos, de las flores, de los nidos,

de todo lo que tiembla o lo que canta,

una voz poderosa se levanta

de arpegios y sollozos y gemidos.

 

Mugen los bueyes que a los pastos llevan

silbando los vaqueros, mansamente

y perezosos van, y los abrevan

en el remanso de la azul corriente.

Y mientras de las cabras el ganado

remonta, despuntando los gramales,

torpes en el andar, los recentales

se quejan blanda y amorosamente

con un tierno balido entrecortado.

Abajo, entre la malla de raíces

que el tronco de las ceibas ha formado,

grita el papan y se oye en el sembrado

cuchichiar a las tímidas perdices.

 

Mezcla aquí sus ruidos y sus sones

todo lo que voz tiene: la corteza

que hincha la savia ya, crepitaciones,

su rumor misterioso la maleza

y el clarín de la selva sus canciones.

Y a lo lejos, muy lejos, cuando el viento,

que los maizales apacible orea,

sopla del septentrión, se oye el acento

y algazara que, locas de contento,

forman las campanitas de la aldea....

¡Es que también se alegra y alboroza

el viejo campanario! la mañana

con húmedas caricias lo remoza:

sostiene con amor la cruz cristiana

sobre su humilde cúpula; su velo,

para cubrirlo, tienden las neblinas,

como cendales que le presta el cielo

y en torno de la cruz las golondrinas

cantan, girando en caprichoso vuelo.

 

IV

Oigo pasar, bajo las frescas chacas,

que del sol templan los ardientes rayos,

en bandadas, los verdes guacamayos,

dispersas y en desorden las urracas.

Va creciendo el calor. Comienza el viento

las alas a plegar. Entre las frondas,

lanzando triste y gemidor acento,

la solitaria tórtola aletea.

Suspenden los sauces su lamento,

calla la voz de las cañadas hondas

y un vago y postrer hálito menea,

rozando apenas, las espigas blondas.

 

Entonces otros múltiples rumores

como un enjambre llegan a mi oído:

el chupamirto vibra entre las flores,

sobre el gélido estanque adormecido

zumba el escarabajo de colores,

en tanto la libélula, que rasa

la clara superficie de las ondas,

desflora los cristales tembladores

con sus alas finísimas de gasa.

 

El limpio manantial gorgoritea

bajo el peñasco gris que le sombrea,

corre sobre las guijas murmurando,

lame las piedras, los juncales baña

y en el lago se hunde; la espadaña

se estremece a la orilla susurrando

y la garza morena se pasea

al son del agua cariñoso y blando.

 

V

Ya sus calientes hálitos la siesta

echa sobre los campos. Agostada

se duerme la amapola en la floresta

y, muerta, la campánula morada

se desarraiga de la roca enhiesta;

pero en la honda selva estremecida

no deja aún de palpitar la vida:

toda rítmica voz la manifiesta.

No ha callado una nota ni un ruido:

en el espacio rojo y encendido

se oye a los cuervos crascitar, veloces

la atmósfera cruzando, y la montaña

devuelve el eco de sus roncas voces.

Las palomas zurean en el nido,

entre las hojas de la verde caña

se escucha el agudísimo zumbido

del insecto apresado por la araña,

las ramas secas quiébranse al ligero

salto de las ardillas, su chasquido

a unirse va con el golpeo bronco

del pintado y nervioso carpintero

que está en el árbol taladrando el tronco

y las ondas armónicas desgarra,

con desacorde son, el chirriante

metálico estridor de la cigarra.

Corre por la hojarasca crepitante

la lagartija gris; zumba la mosca,

luciendo al aire el tornasol brillante

y, agitando su crótalo sonante,

bajo el breñal la víbora se enrosca.

 

El intenso calor ha resecado

la savia de los árboles; cayendo

algunas hojas van y al abrasado

aliento de la tierra evaporado,

se recienta la crústula crujiendo.

En tanto yo, cabe la margen pura,

del bosque por los sones arrullado,

cedo al sueño embriagante que me enerva

y allo reposo y plácida frescura.

Sobre la alfombra de tupida hierba.

 

VI

Trepando, audaz, por la empinada cuesta

y rompiendo los ásperos ramajes,

llego hasta el dorso de la abrupta cresta,

donde forman un himno, a toda orquesta,

los gritos de los pájaros salvajes.

Con los temblores del pinar sombrío

mezcla su canto el viento, la hondonada

su salmodia, su alegre carcajada

las cataratas del lejano río.

Brota la fuente en escondida gruta

con plácido rumor y, acompasada,

por la trémula brisa acariciada,

la selva agita su melena hirsuta.

Esta es la calma de los bosques: mueve

blandamente la tarde silenciosa

la azul y blanca y ondulante y leve

gasa que encubre su mirar de Diosa.

 

Más ya aquilón sus furias aparejó

y su pulmón la tempestad inflama.

Ronco alarido y angustiosa queja

por sus gargantas de granito deja

la montaña escapar: maldice, clama,

el bosque ruje y el torrente brama

y, de las altas cimas despeñado,

por el espasmo trágico corrompido,

rueda el vertiginoso acantilado

donde han hacho las águilas el nido

y su salvaje amor depositado;

y al mirarle por tierra destruido,

expresión de su cólera sombría,

aterrador y lúgubre graznido

unen a la tremenda sinfonía.

 

Bajo hasta la llanura. Hinchado el río

arrastra, en pos, peñascos y troncones

que con las ondas encrespadas luchan.

En las entrañas del abismo frío

que parecen hervir, palpitaciones

de una monstruosa víscera se escuchan.

Retorcidas raíces, al empuje

feroz, rompen su cárcel de terrones.

Se desgaja el espléndido follaje

del viejo tronco que al rajarse cruje;

el huracán golpea los peñones,

su última racha entre las grietas zumba

y es su postrer rugido de coraje

el trueno que, alejándose, retumba

sobre el desierto y lóbrego paisaje...

 

VII

Augusta ya la noche se avecina,

envuelta en sombras. El fragor lejano

del viento aún estremece la colina

y las espigas del trigal inclina,

que han dispersado por la tierra el grano.

Siento bajo mis pies trepidaciones

del peñascal; entre su quiebra oscura,

revuelto el manantial, ya no murmura,

salta, garrulador, a borbotones.

Son las últimas notas del concierto

de un día tropical. En el abierto

espacio del poniente; un rayo de oro

vacila y tiembla. El valle está desierto

y se envuelve en cendales amarillos

que van palideciendo. Ya el sonoro

acento de la noche se levanta.

Ya empiezan melancólicos los grillos

a preludiar en el solemne coro...

¡Ya es otra voz inmensa la que canta!

Es el supremo instante. Los ruidos

y las quejas, los cantos y rumores

escapados del fondo de los nidos,

de las fuentes, los árboles, las flores;

el sonrosado idilio de la aurora,

de estrofas cremesinas que el sol dora,

la égloga de la verde pastoría,

la oda de oro que al mediar el día

de púrpura esplendente se colora,

de la tarde la pálida elegía

y la balada azul, la precursora

de la noche tristísima y sombría:

todo ese inmenso y continuado arpegio,

y versos de un divino florilegio,

cual bandada de pájaros canora,

acude a guarecerse en la campana

de la rústica iglesia que; lejana,

se ve sobre las lomas descollando.

Y en el instante místico en que al cielo

el angelus se eleva, condensando

todas las armonías de la tierra,

el himno de los bosques alza el vuelo

sobre lago, colinas, valle y sierra;

y al par de la expresión que en su agonía

la tarde eleva a la divina altura,

del universo el corazón murmura

esta inmensa oración: ¡salve, María!

 

 

 

 (Imágenes del autor)

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