CRÓNICA DE UN CHICO DE LA TIERRA NEGRA (TLATILCO)

CRÓNICA DE UN CHICO DE LA TIERRA NEGRA (TLATILCO)

Armando Ayona Jasso

AZCAPOTZALCOGRAFÍA.

Por estas tierras olvidadas de Dios, se avecindó una pareja de provincianos, uno de Puebla el padre, y otra de San Juan Tuxtepec, del Estado de México.

En un terreno pleno de llanos despoblados, esta familia ya traía dos chilpayates más. Esta familia creció a 14 hijos, 7 murieron malogrados, y 7 se lograron: 2 hijas y 5 varones.

Él que escribe esta crónica se llama Armando, nació en este lugar en 1947, tercer hermano de los siete.

En una vecindad a medio construir con una vivienda de 3 x 3 metros, una cocina chica, y un bañito donde se aseaban en una tina galvanizada a jicarazos.

Esta vecindad se construyó para 8 familias, y al que narra le tocó el número 4.

Por ese tiempo, lo único que se veía a lo lejos, eran puros llanos.

Y la única atracción eran las vías del ferrocarril, por las que transitaba el tren, de norte a sur y del oeste al norte (de Pantlaco a Nonoalco y de Tacuba a Pantlaco).

La atracción del chico era ver pasar el tren y jugar en el caño de la vecindad exterior, con barquitos de papel. Su otra atracción eran los cerros de basura donde un día se encontró una espuela dorada, y se la puso a su zapato de suela de hule.

En las noches salía y se acostaba afuera de la vecindad, bocarriba, viendo el cielo tachonado de estrellas.

En ese tiempo se escuchaba una canción que decía: “La luna alumbra el callejón”.

En una de las viviendas, la No. 2, habitaba un matrimonio de ancianos, él era carpintero y se llamaba Feliciano, su esposa Alejandrita, quien me preparó para hacer mi primera comunión.

Un par de ancianos que llevo muy adentro de mi memoria, que en la Gloria estén.

Don Feliciano me hacía muy feliz, haciéndome en su torno trompos y baleros.

Cuando quedaron habitadas todas las viviendas, éramos como una sola familia.

Recuerdo las fiestas decembrinas con nostalgia, quebrábamos piñatas en el patio, y los arrullos del Niño Dios, nos regalaban bolsitas de colación y luces de bengala.

El día 6 de enero, de Reyes nos regalaban lo que podían, ya que éramos muy pobres, pero muy felices.

Con el tiempo la vecindad quedó encerrada en un callejón, por el lado de la Calzada Tlatilco, (que estaba urbanizada, con una escuela primaria llamada “José Vasconcelos”, donde estudié la primaria), y por el otro lado, separada de las vías se construía la colonia Nueva Santa María.

La vía corría para Pantlaco para el norte y para el sur se bifurcaban en “y griega” las vías.

Una corría hacia Nonoalco por la izquierda, y la vía de la derecha se desplazaba más adelante por la Calzada de los Gallos y la de Camarones, una a Cuernavaca y la otra a Tacuba, por Alhelí, y por la iglesia de las Huertas, del tiempo colonial en los Gallos.

Por la calle de Nardo, que debía transitar para la colonia Nueva Santa María, la bloqueaban jacales de madera. (Una total ciudad perdida sin ley).

La vecindad quedó rodeada de puros jacales de madera, con techos de cartón.

Por la calle de Nardo existía el corralón de camiones, de la línea San Rafael – Roma, en la calle de Cocoteros y Avenida Plan de San Luis, con piso de terracería.

(Nota, ese corralón de camiones todavía existe en el Eje vial de Eulalia Guzmán, con murales que muestran motivos prehispánicos por el lado de Plan de San Luis, y por el lado de Eulalia Guzmán, muestra murales con rostros de personajes históricos como Flores Magón, y un hombre protestando arriba de un camión).


En este garage de camiones, en su interior, se protagonizaron peleas con tres tipos rudos, uno llamado Carlos Mancilla, el Sony boy, y el Tepachero. Eran peleas de callejón, en las que las muñecas de cada contendiente casi se salían de su lugar.

En la “y griega” se plantaron los burros, una familia de rateros que fue desplazada de Candelaria de los Patos, y ahí hicieron su feudo con una banda de mal encarados que en ese tiempo aterrorizaban al barrio.

Los garroteros del tren no se salvaron, ya que los lanzaban del techo de los vagones a las vías.

Una vez, el africano, miembro de la banda, amaneció muerto, y fue amarrado de un descanso a la altura de las ruedas del ferrocarril, y fue arrastrado.

Otro amaneció muerto en la calle de Nardo y Maestros. A otro lo mató un paisano que tenía su jacal de ahí, y se vengó de la violación de su esposa.

Todos acabaron muertos, menos Carlos el burro, el cayó en la cárcel por matar a Mancilla, que vivía en una vecindad de la calle Alhelí y tenía salida a Tlatilco.

Con el tiempo, el chico del lugar de tierra negra creció y se fue a vivir con su pareja a Tacuba, donde sigue viviendo.

Lo más triste que experimenté fue cuando estaban derrumbando la vecindad.

Algo que puede describir este sentimiento es la canción de Celio González, el Matancero, con su canción “La casa de la vecindad”.

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