LA MÁQUINA DE ESCRIBIR
LA MÁQUINA DE ESCRIBIR
Por Eduardo Resendiz Sánchez
Llevaba viviendo
ahí más de cuatro meses, no conocía bien el barrio ni a mis vecinos.
Me resultaba
imposible, llegaba tarde del trabajo, cansado, lo único que quería era
descansar.
La casa era
vieja, todas las paredes agrietadas, de colores gastados.
La luz en el día
entraba por las enormes ventanas que tenía la habitación, iluminando el comedor
y el baño, las horas transcurrían a veces en soledad.
No había ruidos
en la calle, me asomaba a la ventana, la luz me pegaba en los ojos, no me
dejaba ver bien, venía tocando la campana el de la basura, gente salía con
enormes bolsas negras, perros alrededor del camión ladrando, sentía calor, abrí
el vidrio de la ventana para que entrara aire.
Había un vecino a
un lado del departamento, que casi todas las noches tecleaba su máquina de
escribir con furia, como si quisiera desprender las teclas con las uñas, descansaba
un rato, y luego comenzaba el baile de las teclas...
¿Quién sería mi
misterioso vecino?
¿Una viejita que
escribía sus memorias?
¿Un periodista
haciendo su trabajo?
¿Un estudiante
haciendo su tarea?
La respuesta está
en el viento, ni idea tengo.
Subí las
escaleras del viejo edificio, mis pies hacen ruido cada que pisaba un escalón,
hacía mucho calor en la calle, venía sudando, hay partes del edificio en que no
hay luz, a veces tropiezas sin querer, llegué al segundo nivel, en el pasillo,
había plantas secas que hace mucho tiempo no se habían regado, había colillas
de cigarro en el piso, y una hoja de papel, la levanté y la tiré al bote de la
basura.
Metí la llave a
la puerta del departamento para entrar, oí pasos en el departamento de a lado,
me entró la curiosidad, quería saber algo de mi misterioso vecino, yo le puse
de apodo “la máquina de escribir”, dudé un poco en tocar, mi dedo tocó el
timbre.
Ring, ring, se
oía el timbre dentro de la puerta.
Pasos se
acercaron para abrir, lentos, sin prisa, la puerta se abrió, apareció un hombre
delgado, bien vestido, con pelo negro envaselinado, todo echado para atras, sus
ojos eran profundos, no parpadeó cuando me vio, más bien se sorprendió de verme
ahí afuera de su puerta, no esperaba visitas.
Su voz temblorosa
me preguntó: “¿Qué quiere?
Lo miré por un
momento.
“Soy su vecino de
al lado, quería conocerlo, todas las noches cuando no puedo dormir, tengo
insomnio, oigo como escribe en su máquina”.
No me quitaba los
ojos de encima, no dijo nada, iba a cerrar la puerta; le puse el pie para que
no cerrara, quiso volverla a cerrar, todavía tenía el pie bloqueando la puerta.
“No me gusta
hablar con la gente” dijo con voz como si inflara los cachetes.
Abrió la puerta,
me hizo una seña con la mano para que pasara, su departamento era frío, de
paredes blancas, tenía su estante lleno de libros, igual en su escritorio, ahí
estaba su máquina de escribir, una Olivetti negra, de teclas blancas, pesada,
hojas en el suelo arrugadas hechas bolita, un libro abierto en la página que
estaba leyendo.
Me senté en su
escritorio, detrás de la silla había un calendario de llantas Euzkadi, una
llanta negra de carro en un fondo rojo, se sentó en la silla de a lado, cruzó la
pierna, sacó un cigarro y comenzó a fumar.
No dejaba de
observarme, al lado de la máquina de escribir, había una botella de tequila.
“¿Conque usted
vive aquí al ladito?” sus palabras salían atropelladas.
“Si señor, soy su
vecino, me llamo Arturo”.
Miró el suelo
antes de contestarme y presentarse.
“Juan a secas”
No sé cuánto
tiempo estuvimos sin hablar, se paró, fue a la cocina y trajo dos vasos. Sirvió
tequila.
Nos pusimos una
borrachera de aquellas, a partir de aquella tarde, me hice amigo de Juanito.
Lo iba a ver
seguido aunque casi no hablábamos, más bien nuestra conversación era de pujidos
y señas, me caía bien era un buen tipo, me regalaba libros, de ahí comenzó mi
interés por la literatura.
Una vez le lleve
un cuento que hice, lo leyó, todo lo tacho.
“Hazlo de nuevo
todo: está mal”.
Dejé pasar un
tiempo y le lleve una poesía.
“El que sabe,
sabe”.
Nada más me dijo
eso, no sé si le gustó.
Una noche fui,
estábamos sentados y me sorprendió con un chiste.
“¿Te sabes el
chiste del español que entra a una cantina?”
“No”, le
contesté.
“Ni yo tampoco”.
Y siguió mirando
la pared.
Una vez me lo
encontré en el pasillo, le pregunté por
Doña Carmelita que era la portera del edificio.
“Se fue por ahí”,
me dijo.
“¿Por dónde?” le
pregunté.
Mi miró de reojo
y murmuró: “Por donde dicen que se fue”.
Tenía un sentido
del humor muy raro.
Un sábado lo
encontré en la calle, me hizo señas con la mano para que fuera a donde él
estaba.
“Que tal Juanito,
dígame”.
“Te espero en el
departamento”. Fue todo lo que me dijo.
Asistí a la
invitación. Estábamos comiendo unos sándwiches, sentados a un lado de su
escritorio, él comía pausado, muy lento, masticaba mucho para pasar el bocado,
sus ojos muy atentos a lo que pasaba, mirando siempre sin ver, veía algo que yo
no veía, como fantasmas que le hablaban, le susurraban al oído, le contaban su
vida, el muy atento a lo que decían, caminaban por la habitación, se paraban y
volvían a caminar, solo él los veía.
“Don Juan, Don
Juan”, le dije haciéndolo volver a la realidad.
Me despedí y lo
dejé trabajar en su máquina de escribir, y me fui a mi departamento a escuchar
su individual ritmo desde mi cama.
La última vez que
lo vi, caminaba con pasos apresurados, yo iba detrás de él cuando abrió la
puerta para meterse a su departamento, antes de cerrar me vio, me dijo: “Me voy
para Comala; allá en Colima”.
Nunca más lo
volví a ver.
A su departamento
llegó a vivir una señora con dos hijos, chillones y latosos, todas las mañas peleaba
con ellos para llevarlos a la escuela, con prisa los lleva, tomando su café
regañándolos porque iban a llegar tarde y no los iban a dejar entrar, nada más
se oía como gritaba Doña Carmelita la portera: “¡Señora, ya llegó el taxi!”.
Un día tocaron
con insistencia a la puerta, y yo me iba a bañar, se me hacia tarde para irme
al trabajo, de mala gana fui abrir. Era Doña Carmelita.
“Joven, le llegó
este paquete, parece que es de Don Juanito”
“¿Quién?”. Ya
había pasado mucho tiempo, ya ni me acordaba.
“Don Juanito, su
vecino que antes vivía aquí al lado”.
“Gracias” le
dije.
Fui a la cocina,
me traje una taza de café, bien caliente, para que se me quitara el sueño, me
olvidé del baño y de mi trabajo.
Me senté en el
sillón, me relajé, leí la tarjeta hecha con pluma negra.
Decía: “Juan
Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno”
Era todo lo que
decía.
Que nombre tan
largo, casi es de media cuartilla. Di un sorbo a mi café.
Me levanté, saqué
un cutter del cajón, con calma le quité el envolvente papel manila, el libro
era nuevo, recién salido de la imprenta, lo mire por un momento, sentí en mis
manos la tersura de la pasta, decidí no ir a trabajar para leerlo.
Miré el título:
“JUAN
RULFO—---PEDRO PÁRAMO”.
(Imagen de internet)