BIBLIOTECA FRAY BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, MURAL Y EMULSIÓN SCOTT
BIBLIOTECA FRAY BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, MURAL Y EMULSIÓN SCOTT
Por Martina Rodríguez García
AZCAPOTZALCOGRAFÍA.
En una sesión del taller de “Relatos de Azcapotzalco”, Ana María García Alvarado tuvo una gran idea, al observar el mural pintado por Juan O’Gorman, dijo:
“El siguiente texto para la próxima
Crónica debería ser algo que nos inspire el paisaje del mural”.
Y en este texto yo hago un homenaje
compartido:
1.- La Biblioteca Fray Bartolomé de
las Casas va a cumplir 100 años, donde se encuentra el mural de Juan O’Gorman, y mi tema es
relacionado a un pescador, que existe en el mural, este hombre va cargando un
enorme pez, y
2.- me recordó una crónica que leí en el libro de Yolanda Parellón Moreno, su título: “Por Donde Pasaron Las Hormigas”.
Y Yolanda nos hablaría así:
“Amable Lector: El vivir día con día,
forma la historia de un hombre, de todos los hombres, de un barrio, de un
pueblo, de un país.
Los niños registrando todo lo que se
encuentra y sucede a su alrededor, captan lo que es su universo y su espacio,
luego dejan reposar sus recuerdos, los acarician y los guardan en el cajón de los
sueños y de las cosas idas. Mucho tiempo después, la memoria los hace salir de
la oscuridad para dar felicidad.
Al empezar a escribir, se desató el
hilo de los recuerdos, y uno a uno fueron saliendo.
LOS NIÑOS EN LA TIERRA DE LAS HORMIGAS
Era indispensable tomarse esa horrible
purga. La botellita de aceite de ricino de la casa Erba había estado varios
minutos en baño María, para que su oleoso contenido cambiara su viscosidad y
así se facilitará su tránsito por el gaznate.
Con la debida anterioridad, se había
preparado un buen jugo de naranja en un vaso grande, con suficiente azúcar para
disfrazar el espantoso sabor.
El olor nauseabundo se evitaba,
tapándose las fosas nasales antes de la ingestión del abominable producto.
Casi siempre se tomaba de una sola
vez, haciendo milagros para no hacerlo a traguitos, ni devolver ese contenido
en forma violenta, ya que la víctima estaba estrictamente vigilada por la
mirada materna y con amenazas y gritos evitaba cualquier acto revolucionario.
De inmediato, eran proporcionados
abundantes líquidos en forma de tecitos variados que podrían ser de manzanilla,
ruda, estafiate, canela, anís, yerbabuena, epazote, gordolobo, flor de saúco,
orégano, en fin el que estuviera más a la mano.
O sea, el único que había en casa.
Después, se desataba la actividad y las tripas quedaban ya sin nada y
perfectamente lavadas. No se podía salir a jugar pues había que ir muy seguido
a practicar las evacuaciones necesarias.
Luego, un caldito y una comida
sencilla llena de calorías para restituir las fuerzas perdidas. Había que tener
cuidado con el paciente, pues podría traspurgarse, lo que acarrearía funestas
consecuencias.
Este rito era llevado a cabo dos o
tres veces por año, para limpiar el estómago de los chamacos. Todas las mamás,
empíricas facultativas y sabias prácticamente de la medicina naturista,
recetaban a diestra y siniestra todo tipo de remedios, lo que les permitió a
los niños tepanecas llegar a ser parte de los actuales pobladores de
Azcapotzalco.
Pero no solo era eso.
Para evitar escuincles enclenques, para ello estaba la emulsión de Scott, la de la botellita café con una gran etiqueta blanca, en donde se veía un nombre cargando un gran pescado en la espalda y un anuncio que informaba a la víctima que estaba tomando aceite puro de bacalao. Entre ascos, provocados por el susodicho remedio que debería tomarse tres veces al día y en ayunas, la pobre criatura reflexionaba en el tamaño del bacalao cargado por el pescador y lógicamente pensaba que tenía ese señor las fuerzas necesarias para hacerlo por haber tomado ese medicamento.
A través de los años, quedó para
siempre grabado en la conciencia, el sabor eterno de la Emulsión de Scott”.
(Imágenes de Martín Borboa Gómez)