LA TABERNA DE LA MONTAÑA
LA TABERNA DE LA MONTAÑA
Por Eduardo Resendiz Sánchez
Iba manejando en la carretera, ya era noche, se me hizo tarde por quedarme unas horas extras, venía cansado, tenía sueño; ya pasaba de una hora que venía manejando, caía una lluvia muy fina, la neblina casi tocaba el suelo, el frío de la madrugada calaba los huesos, subí el cierre de la chamarra, la noche era traicionera, hacía ver sombras caprichosas, los árboles parecían figuras humanas, subí el volumen del radio, venia tarareando una vieja canción que de niño oía.
Con el frío me dieron ganas de orinar, quería parar el carro y resolverlo.
Unos metros adelante vi luces, era un bar con diseño viejo, como si fuera del viejo oeste.
Llevaba 2 años trabajando, pasando por ahí, éste era mi camino de todos los días, y jamás lo había visto.
Me resultó muy extraño, una taberna en medio de la nada, y abierto a esas horas, estacioné mi carro, me llamó la atención que había carros muy viejos, pero lucían como nuevos, relucientes. Unos eran rojos, y casi en su mayoría eran negros, había también un caballo blanco que nerviosamente movía sus patas.
Todo esto era muy extraño, el frio arreció.
En la entrada, encima de la puerta, había un letrero:
“TABERNA DE LA MONTAÑA”
Abrí la puerta, automáticamente sonó una campanita, la luz era baja y tenue, apenas iluminaba el salón, eran quinqués que estaban puestos a los lados, se sentía un ambiente triste, casi fantasmal, todos los presentes me veían con sorpresa, no me quitaban los ojos de encima, como si vieran algo extraño, tal vez por mi chamarra que era de un rojo encendido.
Me acerqué a la barra, pedí un café caliente a un señor recio, de buen semblante y fui al baño.
Me llamó la atención que ese sanitario estuviera iluminado con velas. Parecía no haberse utilizado en mucho tiempo. Había una vieja foto que casi no se distinguía. El tiempo la estaba borrando. En ella se veía un hombre parado, agarrando los caballos de una vieja carreta, era el mismo hombre al que había encargado me sirviera un café.
Todo esto era muy confuso, pensé que era por el cansancio y por el sueño que tenía, me senté en la mesa, el café estaba muy caliente, le di un sorbo, lo puse en la mesa, mire hacia los lados, parecía que la gente estaba vestida como de diferente época.
“¡Caray, cosas de la vida!”, me dije.
Me llamó la atención un campesino con enorme sombrero amarillo gastado; quemado por el sol, con una pistola en su cintura, no me quitaba la vista de encima, se levantó de su mesa, vino a la mía, se detuvo con las manos cruzadas, me miraba sin decir palabra.
En un momento se decidió, y lleno de vergüenza me preguntó: “Joven disculpe la pregunta, ¿mi General Zapata todavía sigue en la montaña peleando?”.
Engarruñé los ojos. Pensé “este hombre está borracho o loco”.
Imaginé que se estaba burlando de mí, jugándome un mal rato.
Pero no. Seguía esperando la respuesta.
Le contesté de mala gana: “Mire señor, la revolución se acabó hace mucho tiempo, a Zapata lo traicionaron, lo mataron en 1919, en Chinameca”.
El campesino se persignó.
Continuó parado frente a mí. Sus ojos se pusieron vidriosos, quería llorar. Al retirarse dijo: “¡Tronaron a mi General!”.
Al verlo alejarse, miré mi reloj, ya tenía más de una hora en la taberna. Quise ver por la única ventana, muy diminuta, pero no se veía nada. Todo afuera estaba demasiado oscuro.
Me levanté, fui a la barra, saqué el dinero de mi cartera, le pregunté al señor: “¿Cuánto le debo?”.
Puse dinero en la mesa.
El señor lo hizo para un lado y dijo: “Guarde su dinero, aquí no vale nada, aquí lo que vale es la entrada de gente, porque casi nadie sale”.
Sus palabras cortaban el aire, fueron secas, malditas, me llenaron de temor.
“¿Qué dijo?” pregunté nervioso.
“Lo que oyó joven.” “El que quiera oír, que oiga”, dijo sin cambiar el tono que me inquietaba.
Me alejé de él, un sudor frío de repente sentí en mi cuerpo, algo andaba mal aquí, lo presentía, fui a la puerta de salida, quise abrirla pero no tenía manija, le di una patada.
Nada.
Era un muro impenetrable, agarré una mesa, la estrellé contra la puerta pero la mesa se hizo pedazos.
“¡Deme la llave!” grité.
Se rio.
“Ya le dije joven, el que entra ya no sale”, dijo en inquietante señor.
Corrí nuevamente a la puerta, intenté abrirla, todo esfuerzo era imposible, la gente presente en las mesas, se conformaba con mirarme.
El campesino que me preguntó por el General Zapata me dijo desde su mesa: “Cálmese joven, llevamos años intentando abrirla, pero esa puerta no se abre”.
Caminé de un lado para otro, me tumbé derrotado a un lado de la puerta.
“Esto es una locura”, pensé que el tiempo transcurría, sentía una gran soledad, esto era una cárcel con todos los servicios, de donde nunca sales, y con gente con ropa de diferente época, una cápsula del tiempo.
Una cápsula del tiempo… ¡que de repente se abrió!
Entró una mujer con ropas muy extrañas, y antes de que cerrara, aproveché para salir despavorido. Me subí al coche, con un acelerón vigoroso rechinaron las llantas y me alejé de aquel extraño lugar.
Antes de irme vi un carro muy moderno estacionado al lado del mío.
Iba yo sudando.
Todavía estaba oscuro, llovía, la neblina había desaparecido.
Invadido de dudas llegué hasta mi poblado. Me dispuse ir hacia la casa de mis padres.
Me acerqué a su calle, su cuadra, pero la casa de mis padres no la encontraba por ningún lado.
En su lugar, había un edificio de 5 pisos.
Di más vueltas a la cuadra, nada.
La tienda que usualmente estaba enfrente de la casa, ahora era un centro comercial enorme, todo era diferente, todo había cambiado, el mundo que yo conocía desapareció.
Que soledad y desconsuelo.
¿Y dónde estarían mis padres ahora?
Bajé del carro, entré al centro comercial, tenía sed, agarré un refresco, cuando quise pagar, el encargado vio las monedas y me las regreso.
“Joven esas monedas ya no valen, las descontinuaron hace como 60 años” me dijo.
“La realidad me está jugando una broma, o soy una broma de la realidad”, pensé.
Me vio tan auténticamente desconcertado, que me disculpó el pago.
Mi cabeza daba vueltas, tratando de comprender que estaba pasando.
“Dios mío, ¿qué me sucedió cuando entré a esa taberna?” repetía.
A lo lejos vi que venían dos jóvenes, trayendo en una silla de ruedas a un anciano, pasaron junto a mí, volteé a ver al anciano, se me hizo conocido, mi sorpresa fue mayor, ¡era Pedro mi amigo de la infancia!.
Los alcancé, me agaché para platicar, “¿Pedrito ya no te acuerdas de mí?”
Me miró con sus ojos que ya habían perdido el brillo, uno ya estaba blanco.
“¿Quién eres?” preguntó.
“Soy Juan, tu amigo de la infancia, jugábamos canicas cuando éramos niños”.
“Él se fue, nunca regresó” dijo.
Los jóvenes me miraban asombrados, uno de ellos tendría mi edad.
“Acércate, ya no veo bien” dijo Pedrito.
Se puso los lentes. Me miró sin comprender cómo es que yo aun era joven, mientras él tendría arriba de 80 años.
“¿Qué sucedió con mis padres?” le pregunté, con gran tristeza.
“Cuando ya no regresaste, tu madre murió de un paro cardiaco, después tu padre, dejó la casa a tus dos hermanos, Rosa se casó y se fue del barrio, nunca volvimos a saber de ella, tu hermano vendió la casa de tus padres y los nuevos dueños construyeron un edificio chico”.
“Los jóvenes que ves aquí son mis nietos Juan”.
“¿Qué fue lo que te pasó?” me preguntó.
“No se exactamente Pedrito, no sé qué pasó”.
“Iba en una carretera volviendo del trabajo, paré y me metí a un bar, “La taberna de la montaña”, y desde entonces mi mundo cambió, el tiempo cambió. No tengo la menor idea de que sucedió”.
Pedrito se quedó callado, moviendo su cabeza.
Volteó a ver a sus nietos, luego a mí, y dijo:
“Entonces si es verdad esa leyenda de la maldita taberna, que el que entra ya no sale, y si acaso sale, su mundo ya no existe, no queda nada, dicen”.
Y continuó: “que es la cueva maligna, la cueva que encierra tu alma y tu cuerpo, te roba toda tu vida, las que habitan en la taberna son almas en pena, cuerpos vacíos, una fuerza malvada les robó su corazón. Dicen que cada 100 años se abre para dejar entrar personas y así atrapar gente inocente, chuparles su alma, y luego desecharlos como si fueran un cascarón de huevo roto”.
Todos guardamos silencio, hasta que acabo de hablar el anciano.
“¿Entonces entré a una cueva maldita?” pregunté.
“Si Juan, lo que no me explico es como sigues vivo, cómo saliste de ahí”.
“Pedrito dime, ¿dónde enterraron a mis padres?”
“Aquí en el barrio, en el panteón de San Juan, ve a verlos y pídeles perdón por tu ausencia de tantos años, les dolió mucho no volverte a ver”.
Me dio dinero para quedarme en un hotel. Con tristeza nos despedimos.
Me quedé pensando un rato sin saber qué hacer.
A veces la ficción y la magia son ambas una verdad a medias.
Al día siguiente me levanté, me vi en el espejo, ya había perdido pelo, parecen surcos las arrugas en mi cara, me cuesta trabajo caminar, en general ya no veo bien. Quise visitar a mis padres. Compré unas flores afuera del panteón, caminé entre las tumbas, fui viendo nombres de los difuntos.
Encontré la tumba de mis padres, dos cruces para dos muertos, y una tercera más para el hijo ausente que nunca regresó.
Deposité las flores.
El aire era muy caliente, en el cielo no había nubes.
Me senté, que cansado estaba, mi cuerpo padecía con señales de ancianidad, me empezó a doler el pecho, me quemaba el aire en cada respiro.
Me recargué en la tumba, cerré los ojos.
Todavía recuerdo ese nombre: “La taberna de la montaña”.
(Imagen de internet)