LA MUJER DE BLANCO / LEYENDA URBANA
LA MUJER DE BLANCO / LEYENDA URBANA
Por Eduardo Resendiz Sánchez
AZCAPOTZALCOGRAFÍA.
La fiesta estaba en su apogeo todos bailábamos al compás del rocanrol, estaban de moda los Tteen tops, los Rockin devils, César Costa, los Locos del ritmo, y el maestro Elvis Presley.
Había en especial una chava que se movía siguiendo el ritmo de la música, sus movimientos eran sensuales y su sonrisa cautivadora todos queríamos bailar con ella, no sólo eso, queríamos que fuera nuestra novia.
“Hey lupe” de los Rockin devils, volvía locos a los chavos de aquel entonces, ponían la rola y gritábamos de alegría, todos agarramos nuestra pareja y nos ponemos a bailar, las cubas corrían por todas partes, estábamos entrando a la preparatoria, la vida no la tomábamos en serio, cada quien vivía su vida como quería.
En la fiesta no me di cuenta del tiempo, ya era de madrugada, estaba un poco subido de cubas.
Me dijo el Chanclas: “¡Qué onda mi Beto te doy un aventón!”, era un adolecente lleno de barros en la cara, acababa de llegar, era de Guadalajara.
“No mi chanclas, quiero irme caminando, para que se me despeje un poco la cabeza”.
Me despedí de todos los cuates, salí caminando un poco de prisa, pasé por el Parque de la china, se veía triste sin gente, la luz que lo iluminaba era muy deficiente, apenas se veían los árboles, me tomé la cuba que llevaba en la mano, veía los faros, algunos fundidos, corría el riesgo de que me cayera en los baches, seguí caminando por la avenida Azcapotzalco, me dolían las piernas, hice una pausa en Sanborns, uno que otro carro pasaba, un taxi se paró y bajaron dos personas, se metieron en una casa blanca, me imagino que ahí vivían.
Pasé por el kiosco del Jardín Hidalgo, me senté en una banca, la Catedral de Azcapotzalco quedaba enfrente de mí, había unos borrachos durmiendo en una banca, sus ronquidos llegaban a donde yo estaba, saqué un cigarro farito, lo prendí con un cerillo, miré la hora: 1:30 de la mañana.
En eso, poderosamente llamó mi atención una mujer de vestido largo y blanco, en su recorrido a través de los árboles del atrio, llegaba a donde termina la Catedral y se regresaba a la entrada.
Su cabello era largo y negro, brillante, parecía que bailaba en el aire y no caminaba, volteó a mirarme, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba a un lado mío, era alta, no le podía ver bien la cara, su cabello lo cubría.
Acercó su rostro al mío, la luna era blanca, sin nubes en el cielo, iluminaba lo suficiente:
Su rostro era el de una calaca brillante como si fuera de plata, olía como a tierra de panteón, a podrido, sus ojos eran más bien dos huecos negros y profundos, me entró un terror espantoso, comencé a temblar, las manos no las podía controlar, quería correr, mis pies parecían que tenían imán pegados al suelo, quería gritar, pero no podía, mis dientes rechinaban.
En eso, ella dijo:
“Ahmo ximomauhti”.
Parecía náhuatl, no le entendí.
“Nolite timere”.
Creo que era latín, no sé lo que me decía.
“Gran señor, no me teme”.
Me habló en español antiguo, apenas le entendí.
No podía oír bien sus palabras, hablaba como si apretara los dientes, su voz era como proveniente de un hueco, como de ultratumba.
“¡Llevo 500 años buscando a mis hijos!”.
De mi frente empezaron a salir gotitas de sudor frio.
Un ruido salió de entre los árboles, ella estiró su mano, sopló en ella.
Una ráfaga de aire provino desde los arboles tirando las hojas, era un gato merodeando, volteó a mirarla, despavorido se retiró brincando hacia la azotea del templo, dando grandes maullidos.
Ella me agarró la mano, eran puros huesos blancos y fríos, me volvió a mirar, clavé mis ojos en ella, era el ser más espantoso que había visto en mi vida, ¡una muerta viviente!
Me mostró su larga lengua negra, como de víbora de cascabel.
Se alejó y caminó alrededor del kiosco del Jardín Hidalgo como buscando algo, se trepó al techo del kiosco, miró para todos lados. Girando como un pequeño torbellino bajó del techo, y volvió a ponerse frente a mí.
Los segundos se me hicieron eternos.
Estiró su huesudo brazo, señalando quizá mi negro destino.
Luego no se bien que ocurrió.
Lo último que recuerdo es que ella iba volando, subiendo por la pared de la Catedral, se detuvo en lo más alto de la construcción virreinal.
Alcancé a ver que puso sus dos manos descarnadas en su boca, y soltó el grito más horrible que había escuchado en mi vida:
“¡¡Aaaaaayyyyy mis hiiijoooos, pobres de mis hiiiijoooos!!”
Me tapé las orejas, me agaché, el sonido era tan fuerte que me reventaba los oídos, que grito tan fuerte, parecían bocinas de algún sonido de fiesta, los borrachos que estaban durmiendo en la banca salieron despavoridos corriendo cual deportistas en competencia, iban persignándose, los pájaros despertaron y huyeron volando, todas las luces del Jardín Hidalgo se apagaron, las activas ratas corrían por el suelo buscando un hoyo donde meterse, yo temblaba, unas luces se prendieron de las casas, unos vidrios se rompieron de las ventanas, los árboles se movían, parecía que iban a caerse, un aire fuerte y frío golpeó mi cara, era el terror puro.
Después de unos segundos o minutos, no lo sé, todo quedó en silencio.
La luna era más blanca, parecía brillar más, abrí los ojos, la mujer de blanco estaba en la puerta de entrada de la Catedral, me volvió a mirar con sus ojos huecos y negros.
Volvió a gritar:
“¡¡ Aaaayyyyy mis hiiiiijoooooos !!”
Un viento fuerte y apestoso salido de la nada.
Me tiró al suelo.
Cerré los ojos, el suelo estaba frío, no podía moverme, las tejas del techo del kiosco de aquel tiempo salieron volando reventadas, las bancas crujían, la tierra parecía temblar, todo pasó, y después…
Todo quedó en silencio.
La mujer de blanco traspasó las rejas exteriores de la Catedral, se adentró rumbo a la puerta de madera del templo, entre más se alejaba, ella se hacía más trasparente, se elevó, iba volando por los árboles, antes de llegar a la fachada, se convirtió en una bola de fuego y desapareció.
Me levanté del suelo con mucho esfuerzo, noté que podía caminar, pero me temblaban las piernas, no podía respirar bien, quería vomitar, estaba mareado.
Me alejé y donde pude me recargué en un árbol. Ahí pasé no se cuanto tiempo.
Con suerte paso un taxi, todavía resonaba aquel grito maldito en mi cabeza, abordé el taxi.
Sentado en él, me limpié la nariz, tosí, quizá alguna lágrima, mi respiración cambiaba de ritmo con cada momento que recordaba lo sucedido.
Y lo sigo recordando. Han pasado muchos años, y ella sigue en mi mente y en mis peores memorias.
Cuando les platico a mis nietos lo que me pasó de joven, guardan silencio, nada más se oye como respiran y toman su café, guardan su celular, a veces hacen gestos, como pensando que todo lo que relata este viejo son mentiras.
Me río para mis adentros, pero distingo lo interesados que están con el relato que yo les cuento, lo que me sucedió hace muchos años.
Hay ocasiones que me levanto en la madrugada al baño y veo que en su recámara tienen las luces prendidas esperando el grito de la llorona.
Cuando vamos al centro de Azcapotzalco y atravesamos el Jardín Hidalgo, aprietan más mi mano o la de su madre, miran nerviosos el techo del kiosco, apresuran el paso, y miran aliviados cuando por fin nos alejamos.
Soy un hombre viejo y sé que pronto me iré de este mundo.
Aquí dejo mi relato de cómo sobreviví a mi encuentro con la llorona de Azcapotzalco.
(Imágenes de internet)