MI INFANCIA EN AZCAPOTZALCO

MI INFANCIA EN AZCAPOTZALCO

por Laura Pérez Tejada Granados 

AZCAPOTZALCOGRAFÍA.


Mi familia llegó a vivir a esta entonces Delegación del Distrito Federal en 1957, cuando yo tenía ocho años. 

Alquilábamos un amplio departamento de un piso en la parte trasera de una casa antigua de la calle Andalucía # 53, entre las calles de Castilla y Santander en la colonia San Rafael. Los dueños eran Ana García y Severiano Díaz, una pareja sin hijos. Frisaban entre los 55 60 años, los acompañaba un perro llamado Chibarras, obediente y tranquilo, no recuerdo haberlo nunca oído ladrar. Ocasionalmente los visitaba la familia de su sobrino Mario y su esposa Sofía tenían varios niños y niñas con los que jugábamos Elisa y Martha Leticia, mis hermanas menores.

El matrimonio de Ana y Severiano trabajaban vendiendo petróleo, combustibles y leña en un depósito de su propiedad situado en otra cuadra de Andalucía, pues en aquel tiempo aún muchas amas de casa utilizaban el petróleo para sus estufas, los combustibles eran para alimentar los boilers de leña. Eran unos paquetes de aserrín contenidos en una bolsa de papel resistente a los que se les adicionaba un chorro de petróleo y se quemaban en el boiler para calentar el agua para bañarse.

Por recomendación de tía Lucía, hermana de mi papá, nos inscribieron a mí y a Elisa en la Escuela Primaria Vicente Alcaraz, sus hijas Julia y Silvia asistían a ella y cursaban el cuarto y sexto año. Los cursos ya habían iniciado cuando empezamos a asistir. En aquel tiempo el ciclo escolar comenzaba en febrero y terminaba los primeros días de noviembre, teníamos muchos días de asueto, pues abundaban las celebraciones patrias. Las vacaciones largas eran durante diciembre y enero. Todas las primarias eran o para niñas o para niños, no había planteles mixtos. En las secundarias sucedía algo parecido, aunque las había mixtas pero con grupos femeninos y grupos masculinos. 

La escuela instalada en un edificio de dos pisos construido en los 30s, contaba con aulas muy amplias y un patio enorme, en la parte trasera tenía una hilera de pinos plantados sobre un piso de tierra. Probablemente alguna vez fue la parcela escolar donde las niñas dirigidas por las maestras plantaban papas, zanahorias, rábanos. Estaba muy descuidada y olvidada: los muros pintados de azul descarapelados, los baños muy sucios carecían de agua, jabón y de papel sanitario. El mobiliario de los salones de clase comprendía:  viejas mesas de madera desgastadas y pintarrajeadas con bases metálicas, los asientos eran tablas sobre ladrillos. La maestra sentaba a tres niñas en cada banca, cuando habían sido diseñadas para dos. Se agrupaban las bancas en cuatro filas: la primera a la izquierda para las alumnas aplicadas, la de en medio para las de mediano rendimiento, la tercera para las chicas menos atrasadas y la cuarta para las más limitadas . Al frente estaba la mesa de la maestra con una silla, ambas de madera. Para cubrir las imperfecciones de la mesa la maestra colocaba todos los días un mantel y un florero con flores de plástico, los  guardaba junto con otros materiales didácticos como gises blancos y de colores, borradores para el pizarrón, escuadra, compás y regla de madera, libros, carpetas con las listas de asistencia, mapas en un estante con llave, pues por la tarde había turno vespertino y eran otros profesores los que trabajaban. El pizarrón era negro, casi gris de tantos años de uso continuo.

¡La escuela me causó un choque emocional muy intenso!

Venía de la Escuela Primaria República de Brasil, anexa a la Escuela Nacional de Maestros, donde los futuros maestros hacían sus prácticas didácticas, era un plantel modelo en el Distrito Federal, muy cuidado, disponía de numerosos recursos: canchas de volibol, basquetbol, teatro al aire libre, biblioteca, sala de música con piano y tocadiscos, en el patio había un espacio con tierra donde era la parcela escolar, allí cada grupo tenía reservado un espacio para sembrar. Con la maestra Meche y nuestro grupo de primer año sembramos papas que regábamos con cierta frecuencia. Cuando estuvieron listas las cosechamos, las lavamos y la maestra en la cocina las puso a cocer, de esta forma aprendimos el ciclo de vida de los tubérculos, la ebullición. Cuando estuvieron cocidas, las repartió al grupo y las comimos con un poco de sal. ¡Fueron las de mejor sabor que había comido hasta ese momento!   

Cada niña tenía su mesa-banco. La mesa contaba con una cubierta de madera forrada de una tela verde que se levantaba tenía un cajón donde las alumnas guardábamos los útiles escolares, para no llevarlos y traerlos de casa todos los días, excepto los libros y cuadernos que llevábamos a nuestro hogar para realizar tareas. En la Vicente Alcaraz teníamos que cargar en la mochila con  todos los útiles todos  los días, no había un  horario establecido para las materias de cada día, tampoco había el cuadernillo de tareas donde se anotaban las actividades para la casa.

Al ingresar a la Vicente Alcaraz a segundo año en el grupo de la maestra Enriqueta y conocer a mis compañeras me llevé tremenda impresión. Estaban desaliñadas, con los uniformes arrugados manchados de comida, sus cabezas mal peinadas. La maestra Queta era una viejita impaciente y regañona, por más que gritaba las niñas no le ponían atención, hablaban y se levantaban de sus bancas sin parar. Había una diferencia de 270 grados con mi primera escuela, definitivamente no me gustó y me sentí muy triste, para colmo de males a los pocos días de asistir ¡me empiojé! Algo muy doloroso y penoso para mí. Mi mamá me cortó el cabello y me espulgaba todos los días para retirar los animales, lloraba todas las tardes, expresando mi descontento por esta nueva escuela. Le pedí que me regresara a mi escuela, aunque tuviéramos que madrugar. Mamá explicó que no todo en la vida iba a ser de mi agrado, tendría que acostumbrarme, conformarme y estar agradecida de ir a la escuela, pues muchos niños y niñas no tenían esa oportunidad.

Mi tía Cuca atendía la Farmacia Paris muy cerca de nuestra casa y de las vías del ferrocarril que cruzaba por Azcapotzalco, le dio unos polvos que me aplicaba en la cabeza por la tarde, me colocaba un paño alrededor de ésta y después de un rato tomaba mi baño; poco a poco desaparecieron los piojos. Durante toda la primaria conservé mi cabello medio corto, para que no se volviera a repetir aquel amargo episodio

Mi mamá era muy cuidosa y estricta con nosotras, nos inculcó desde pequeñas buenos hábitos de higiene, de trabajo, comportamiento y lectura. Tenía máquina de coser y ella misma nos hacía los vestidos y uniformes escolares y unos delantales para cubrir el uniforme a fin de que no se manchara de tinta. No recuerdo bien si en segundo o tercer año empezamos a utilizar el tintero y el manguillo para las planas de la Caligrafía y las copias de las lecciones. Cuando regresábamos a casa de la escuela, nos quitábamos el delantal y el uniforme, los colgábamos en un gancho y nos poníamos un vestido, lo mismo hacíamos con los zapatos de la escuela.

Tía Lucía y mi mamá platicaron sobre las lamentables condiciones en que la escuela se encontraba y que las sobrinas lloraban todas las mañanas porque no les gustaba asistir a ella. Días después se reunieron con otras madres de familia y decidieron hacer algo al respecto. El grupo de señoras concertó una reunión con la Directora Susana Zapatero y otras maestras. Juntas organizaron una reunión de padres de familia con el objetivo de mejorar la escuela, así nació la Sociedad de Padres de Familia.

Entre los padres y madres asistentes había quienes tenían negocios importantes en la localidad: tiendas, madererías, herrerías, carpinterías, tlapalerías papelerías, tiendas de ropa y de telas, doctores, cuyas hijas asistían a la misma escuela. Se organizaron y pronto empezaron a fluir las aportaciones voluntarias para la mejora de las instalaciones. Algunos doctores conectados con el Centro de Salud enviaron a optometristas y enfermeras para para dar pláticas y sensibilizar a los padres sobre la salud, la prevención de enfermedades contagiosas y la higiene para sus hijas. Nos hicieron chequeo de la vista, nos vacunaron e hicieron exámenes médicos. Resanaron la escuela y la pintaron, se repararon los baños, se renovó el mobiliario, adquirieron un equipo de sonido nuevo que se utilizaba todos los días al iniciar las clases, los lunes cuando  hacíamos honores a la bandera y los días en que conmemorábamos las efemérides patrias.

Todas las mañanas al llegar a la escuela, poco antes de sonar la campana que anunciaba la formación del alumnado, tocaban un disco con melodías mexicanas que preparaba nuestro ánimo y pensamiento para las clases. Al sonar la campana todas corríamos a formarnos en el patio, donde cada grupo ocupaba un lugar previamente designado. Nuestras  maestras siempre estaban al afrente de las filas y checaban que trajéramos el uniforme, nos alineaban por estaturas, guardábamos silencio. Una maestra en el primer piso  frente al barandal  nos daba los buenos días a través de los altavoces, nos pedía tomar distancia, levantando el brazo derecho colocado en el hombro de la compañera de adelante. Cuando todos los grupos estaban bien formados y en silencio, se ordenaba a cada grupo pasar a su respectivo salón de clases con orden y compostura al ritmo de los compases de la Marcha de Zacatecas.

En clases siempre me sentaba en las bancas de enfrente, pues atrás las niñas eran muy latosas y ruidosas. Mis tareas y el trabajo en clase lo realizaba con esmero, buena voluntad y limpieza cuestiones que la profesora apreciaba y  ponía de ejemplo con las compañeras. Así transcurrió ese año escolar.

Cuando pasé a tercer grado me tocó la profesora Celia Madero, era mucho más joven, rubia y más paciente. Nos cambiaron de aula, ahora estábamos en la planta baja frente a los sanitarios. El salón era frío y oscuro, pues no le daba nunca el sol. Ahora no podía sentarme adelante, había niñas más pequeñas que ocupaban las primeras bancas. Mi lugar era en la 4ª. hilera de las bancas. Cuando hacíamos operaciones aritméticas las terminaba rápido pues me sabía muy bien tablas de sumar y multiplicar, las revisaba y era de las primeras en pasar a que la maestra las calificara. Para mi sorpresa siempre la maestra me calificaba con un 6, un 5 o menos de calificación. Mamá acostumbraba revisar por las tardes los cuadernos y se percató que las operaciones eran correctas, no así la calificación. Habló con la maestra y al cotejar en “el Diario de la Maestra” se dieron cuenta que yo confundía los números que copiaba del pizarrón, sacaron en conclusión que no veía bien.

Me practicaron un examen de la vista y me graduaron mis lentes. Tenían la montadura rosa y las lentes eran de un color rosa claro. Los tenía que usar todo el día. Cuando llegué a la escuela con mis lentes las calificaciones en aritmética aumentaron, pero fui el blanco de las burlas de mis dulces compañeras, a diario me decían ciega, cuatro ojos, tienes fondos de botella. Para evitar las burlas opté por guardar mis lentes en su estuche al fondo de mi mochila, pero la maestra me recordaba que debía usarlos. Las compañeras se reían, sin que la profesora les llamara la atención.

La primera actividad en el aula era una plana en el cuaderno de doble raya de caligrafía, en cuyo encabezado  aparecía la fecha del día y si correspondía con una efeméride se escribía, por ejemplo: Azcapotzalco Distrito Federal, a 18 de marzo de 1959. Día de la Expropiación Petrolera. En los renglones siguientes la caligrafía que Trazábamos con manguillo con plumilla y el tintero. Si teníamos un manchón de tinta en la hoja del cuaderno, había que repetir la plana. Después venía la lectura, las operaciones aritméticas, la geografía del Distrito Federal, etcétera.

La maestra Celia tenía una hermana Eva Madero, también maestra en la misma escuela. Tenían una tía muy viejecita que había sido también maestra y directora muchos años atrás de la misma escuela. De vez en cuando iba de visita y se paseaba por el patio, los pasillos, llamando la atención a las alumnas que encontraba fuera de sus salones de clase. Nos causaba miedo al verla blandir amenazante su bastón.

En cuarto año me tocó la maestra Elvia Avilés y tenía como compañeras a su hija Flor del Valle Avilés y a Hilda, hija de la maestra Rosa Camargo (maestra de Elisa, mi hermana). Elvia era también joven, de buen carácter, regordeta, muy sonriente y pecosa. Le gustaba ponernos a dibujar e iluminar, con ella hacíamos manualidades, gimnasia en el patio, además de nuestras materias. Era comprensiva y tolerante, no nos regañaba cuando cometíamos errores. Algo que recuerdo es que un día nos dejó de tarea investigar en la Biblioteca un tema. Mi mamá me llevó a la que se ubica en el centro de Azcapotzalco, muy cerca de la iglesia. ¡Me fascinó ver tantos libros¡ en un solo lugar. Después de saludar a la señorita que me recibió le dije que tenía un tema x de tarea y que necesitaba un libro, ella muy amable me dio una hoja para registrarme y me mostró cómo llenar los datos del libro. Me indicó un lugar en una gran mesa de trabajo y mi mamá se quedó conmigo para enseñarme cómo tenía que hacer la tarea. Desde entonces me encanta asistir a las bibliotecas.

Me parece que en ese periodo escolar llegó un grupo de maestros y maestras más jóvenes: el maestro Arturo, el maestro Dionisio, la maestra Susana Chacón, la maestra Lydia, la maestra Evangelina que se distinguía por su pelo corto muy rubio y peinado a la última moda. Para todas las alumnas fue la gran novedad los profesores varones y la forma más relajada de enseñar todos ellos. A las 10.30 sonaba la campana que anunciaba la hora del recreo y los recién llegados organizaban partidos de volibol en el patio, era todo un espectáculo verlos jugar. Se quitaban saco, corbata, se arremangaban  y se calzaban tenis. Para completar los equipos invitaban a las profesoras más jóvenes y a veces incorporaban a las niñas más grandes.

La maestra Susana Chacón me tocó en quinto año, nos enseñaba de manera muy diferente y utilizaba materiales didácticos muy bonitos y llamativos para atraer nuestra atención. Nos leía mitos y leyendas y las  explicaba de forma muy amena. Con ella dibujábamos y coloreábamos cuidadosamente nuestros mapas del Continente Americano, aprendimos la ubicación de los distintos países y sus capitales. Hicimos monografías y álbumes.

En sexto año me tocó la Maestra Lydia y también con ella aprendimos múltiples conocimientos de ciencias naturales, geografía e historia de Europa y nos ponía a trabajar en equipos y luego a exponer frente al grupo el tema que nos hubiese tocado. Al finalizar el ciclo de la primaria tuvimos una misa de acción de gracias y una comida organizadas por los padres de familia y la maestra.

En aquel tiempo en las escuelas primarias se acostumbraban los festejos del Día de las Madres, Día del Maestro, Día de la Independencia y la Revolución Mexicana. Preparábamos bailables, tablas gimnásticas, recitábamos poesías en coro, cantábamos e íbamos de excursión a Chapultepec o al Zócalo el Día de la Bandera. Recuerdo que tuve de compañeras de clase y amigas que se llamaban Blanca, Luz del Carmen, Guadalupe, Escilda, Alicia, Irma.

Así fue mi paso por la Escuela que al principio no me gustó y que hoy recordé con gratitud y cariño.


(Imagen Martín Borboa Gómez)

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