RELATOS MÁS ALLÁ DE LA COMPRENSIÓN
RELATOS MÁS ALLÁ DE LA COMPRENSIÓN
Por Adrián González Cabrera
En altas horas de la noche y en el jardín de su casa, un
hombre viejo sentado frente a una fogata disfruta del calor del fuego,
chisporroteo y crepitar de los leños al arder. Brinda satisfacción a sus
sentidos escuchando su música favorita, paladeando y aspirando la suave
fragancia del vino tinto contenido en copa de cristal. Tal ambiente estimula su
memoria, en la cual, poco a poco, se desgranan los recuerdos evocando su niñez,
adolescencia y juventud. Alternadamente, bebe de su copa y rellena su añeja pluma
fuente «de palanca» con la poca tinta color sepia que queda en un tintero.
Escribe sus recuerdos en un papel tipo amarillento, a fin de dejar un
testimonio de su paso por esta vida.
LAS TERTULIAS
Mi vida de niño transcurría con inocencia en una vecindad en
la cual vivíamos 20 niños menores de 12 años. En dicha vecindad había 6
viviendas alrededor de un patio central que era nuestro espacio de convivencia.
Los sábados por la noche, en el patio, algunos adultos, una vez liberados de
las presiones, los señores en su trabajo; las señoras en el hogar, gustaban de
hacer tertulia para conversar los sucesos cotidianos bebiendo café que
calentaban en una olla de barro sobre un comal que habilitaban sobre piso de
tierra. Conforme avanzaba la tertulia, los niños nos íbamos reuniendo en
semicírculo frente a ellos. Esperábamos expectantes, pues sabíamos que
terminarían contándonos asombrosas historias de aparecidos con las cuales, poco
a poco, nuestros rostros iluminados por el fuego del comal se iban demudando y
todo nuestro ser se iba inundando de pavor. Así fue cómo en los años 1950s
escuché por primera vez la historia de «La Llorona» y referencias de brujas.
LA LLORONA
Asimismo, en la Ciudad de México, capital de la Nueva España
(1521-1821) surgió otra versión de «La Llorona», que era una mujer que había
acabado con la vida de sus hijos motivada por el rechazo de la familia del ser
amado, padre de los niños. A su muerte, dicha mujer se aparecía por las noches
vestida de blanco emitiendo el mismo lastimero lamento… «¡¡¡Ay mis hijos…!».
Entre sus relatos tertulianos, un vecino de la tercera edad
comentaba una experiencia sucedida en los años 1930s cuando era adulto joven y
trabajaba por el centro de la Ciudad de México. Un sábado, al salir del
trabajo, fue a beber algunas copas con tres amigos a un antro de mala muerte en
la colonia Guerrero. El propósito inicial del grupo era retirarse del lugar
antes de la media noche, pues ya habían escuchado versiones de que, por esas
calles, al anochecer, algunas personas habían visto aparecidos. Sin embargo, como estuvieron divirtiéndose y
bebiendo con mujeres no se dieron cuenta de que el tiempo pasaba y, cuando
reflexionaron, ya eran altas horas de la noche. Los amigos salieron del antro y
empezaron a caminar por la Avenida Rivera de San Cosme rumbo a sus casas y, al
llegar a la esquina con Río del Consulado, vieron a la distancia a una mujer
vestida de blanco con un velo en la cabeza que caminaba por el borde del río.
Los amigos, prudentes, siguieron su camino por la Avenida Rivera de San Cosme,
excepto uno de ellos de nombre Artemio, al cual no lograron convencer de hacer
lo mismo, pues este, estimulado por el alcohol que había bebido, decidió
abordar a la mujer, para lo cual, apartándose del grupo torció hacia la izquierda
y apresuró el paso para alcanzar a la mujer, que caminaba lentamente por el
borde del río.
El martes siguiente, los tres amigos comentaban en el
trabajo la ausencia de Artemio, pues ya tenía dos días sin ir a trabajar. En la
fábrica nadie tenía noticias de él. Por la tarde, al término de sus labores,
decidieron ir a buscarlo a su casa. Él hombre vivía solo. Lo encontraron tirado
en su cama con aspecto descuidado, con el rostro demudado y la vista fija en un
crucifijo colgado de una pared. Su semblante denotaba falta de sueño y ausencia
de pensamiento. Los amigos pasaron varias horas con él para hacerlo reaccionar.
Finalmente, Artemio medio reaccionó, y con labios temblorosos, tartamudeando,
relató lo sucedido.
El sábado anterior cuando Artemio decidió seguir a la mujer
por el borde del río y, aunque esta parecía caminar lentamente, por más que
apresuraba el paso no la alcanzaba pues ella siempre mantenía cierta distancia
de él. De esta forma se fueron alejando de la Avenida San Cosme y adentrándose
en zonas en penumbras. Llegó un momento en que Artemio solo escuchaba el rumor
del agua del río al desplazarse y chocar con las piedras. Finalmente, la mujer
se detuvo y Artemio pudo alcanzarla. Ella permanecía de espaldas con la cara
hacia el río y Artemio se acercó por atrás. Haciendo gala de sus dotes
seductoras, quiso hablarle al oído. La mujer se volvió lentamente hacia él
mostrando un rostro de caballo y emitiendo su lastimero lamento ¡¡¡Ay mis
hijos…!!! Artemio sufrió repentinamente un cúmulo de sensaciones paralizantes,
la sangre se heló en sus venas y sus sentidos parecieron explotar. Perdió el
conocimiento y cayó rodando hacia el agua.
En la madrugada, al despuntar al alba, una persona que
caminaba cerca del río, a la distancia notó que un cuerpo estaba tirado con la
parte inferior en el agua. Lo asistió sacándolo del agua y notó que el cuerpo
se mantenía vivo. Esperó un rato a que el Artemio empezara a reaccionar y, con
ayuda de otra persona, lo trasladaron a su casa, dejándolo en su cama. Fue en esa condición que, después de tres
días, lo encontraron sus amigos. Artemio creía que la mujer quiso ahogarlo. Los
amigos, después de escucharlo y a petición expresa, lo llevaron a la Basílica
de Guadalupe a dar gracias por permanecer vivo y a prometer que, en lo
sucesivo, llevaría una vida ordenada.
Después de aquellos trágicos sucesos, Artemio abandonó su trabajo en la fábrica y se marchó de la ciudad volviendo a su pueblo. Nunca nadie volvió a saber de él.
LAS BRUJAS
En alguna ocasión, en la noche, Chepa recibió la sorpresiva
visita de Juana, jovencita que hacía 6 meses había parido y, preocupada, le
platicó que su bebé estaba enfermo y no sabía qué hacer. Chepa fue a revisar al
niño. Viéndolo verdaderamente mal sintió la necesidad de trasladarlo
urgentemente a una clínica para su atención médica. Lo comentó con su marido y,
considerando que la única clínica de la región se encontraba en otra población
más grande ubicada a 30 km de distancia, decidieron llevar esa misma noche al
niño a la clínica, para lo cual tendrían que caminar a través de varios cerros.
Las dos parejas de esposos iniciaron el penoso traslado.
Juana llevaba al niño en su regazo envuelto con dos cobijas sostenidas por un
rebozo. El frío cortante hería la piel de sus caras y sus manos. Los hombres
portaban machetes para proteger a sus familias del posible ataque de algún
animal. Chepa llevaba un buen itacate.
Durante el camino, al voltear hacia atrás, a la distancia
empezaron a notar brillantes luces esféricas de color rojo fuego que parecían
brincar entre los árboles. Esa era la razón por la que Chepa llevaba un
crucifijo entre sus ropas, pues en el pueblo la gente decía que dichas bolas de
fuego eran en realidad brujas que buscaban niños para chuparles la sangre.
En el pueblo se
rumoraba que una mujer de nombre Jova, con fama de bruja, que vivía sola,
frecuentaba las reuniones secretas de un grupo formado por mujeres de otros
pueblos. Asimismo, se decía que en sus aquelarres bailaban danzas satánicas
alrededor de una hoguera, entonando cánticos malignos y llevando a cabo actos
diabólicos como el desprenderse las piernas y depositarlas en el fuego sin que
estas se quemaran. Después recogían sus piernas y se las volvían a colocar.
Todo ello como preámbulo para salir a buscar niños para llevárselos y chuparles
la sangre. Ya habían desaparecido varios bebés en otros pueblos.
Por ello, el grupo apresuró el paso pues pensaron que las
brujas los perseguían a ellos para arrebatarles al niño y llevárselo.
Totalmente estresados, pero con valor, con el crucifijo en las manos de Chepa,
iniciaron la entonación de rezos y decidieron no hacer ningún alto en el camino
con el fin de no exponer al niño. Cuando sentían que las bolas de fuego se
acercaban aumentaban el tono de sus rezos.
Con la alborada poco a poco se fue aclarando el día y fueron desapareciendo las bolas de fuego. De esta manera el grupo sintió alivio y pudo llevar al cabo su cometido de ingresar al niño en la clínica médica para la atención correspondiente.
Al día siguiente, por la mañana, el doctor entregó al niño a
su madre totalmente recuperado. De inmediato el grupo, ya más tranquilo, inició
el regreso a casa por caminos más seguros y con luz de día. Al llegar
a su pueblo se dirigieron a la iglesia a dar gracias por los favores recibidos
y regresaron a sus casas. Estos hechos aumentaron el recelo de la gente con
respecto a Jova, quien al ver que cada día empeoraba la situación para ella, terminó por abandonar el pueblo.