EL BOLERO

 EL BOLERO

Por Eduardo Resendiz Sánchez  

AZCAPOTZALCOGRAFÍA.

 


Caminaba con pasos lentos, pasos de viejo, un hombre de otros tiempos.

Se paró en la pequeña capilla de la iglesia de los Apóstoles de Azcapotzalco Felipe y Santiago.

Se quitó la gorra desteñida con los años, el uniforme que cargan con los años todos los boleros.

Estaba sentado en su pequeño banquito, con las manos en la barba, recordaba la última vez que se vio en el espejo, ya sin pelo y su cara de llena arrugas, su cara morena, una de sus manos le empezaba a temblar.

Miró su cajón de dar grasa despintado, cuando empezaba en el oficio lo cargaba y a cada señor que pasaba le preguntaba: “¿Patrón le doy grasa a sus zapatos?”.

Se rió de aquellos tiempos, cuando apenas tenía 20 años.

Llegó de Oaxaca, apenas sabía decir unas palabras en español, trabajó de albañil un tiempo, como pudo rento un pequeño cuarto en San Martín Xochinahuac, llegó para quedarse.

Le gusto mucho la colonia; le recuerda mucho a su pueblo, pequeños ríos, en unas casas había cañas, señores que veía cómo pasaban sus caballos, no había mucha población, era un pueblo igual que los de Oaxaca.

Recordaba que fue el primer bolero que llegó al kiosco del Jardín Hidalgo, se sentía solo cuando llegó, no había nadie.

Los trabajadores de la Refinería 18 de marzo eran a los que les daba grasa, siempre iban con sus pasos rápidos, tomándose un atole y con su torta de tamal, se paraban un rato para que les dejara sus botas de trabajo relucientes, vestían bata de azul marino desgastada y quemada por el sol.

Desde el kiosco miraba la hormiga roja, se preguntaba si realmente había caminado durante tanto, tantos años que llevaba mirándola.

Cuando estaba solo en su cuarto, su mirada se resbalaba por los muros de tabique rojo, el recuerdo de su esposa muerta hace unos años, sus hijos habían hecho su vida, yéndose por esos rumbos de la vida, su café caliente en la mesa, el retrato de cuando era niño, su primer cajón de dar grasa, los billetes de dinero en la mesa, el Cristo colgando a un lado de la ventana, los tabiques rojos que ya se estaban haciendo negros con los años, los gritos de niños entraban por la ventana, Pedro Infante cantando en su radio de pilas, su cigarro a punto de acabarse, el recibo de la renta, los años encima, la soledad, las lágrimas saliendo por sus ojos, su pañuelo rojo en su rodilla, su sonrisa de sus labios cansados.

Lleva más de 2 horas sentado, no había dado una boleada, estaba aburrido, cansado, la gente pasaba, los vendedores con los gritos vendiendo su mercancía.

Feligreses entraban a la iglesia, el “viene viene” acomodando un carro, gente mirando los periódicos en el puesto pero no compraba.

Fue a “La luna” a comprarse una torta, se sentó en su banco y se la empezó a comer con una coca cola.

“Jefe, ¿a cómo la boleada?” oyó una voz a su espalda.

“15 varitos patrón”.

El cliente se sentó, le alzó la bastilla dejando ver unos calcetines azules, sacó su cepillo, quitó el polvo de los zapatos.

“¿Cuántos zapatos he boleado desde que era joven?”, pensó.

El sol estaba en lo alto y le empezaba a quemar la espalda.

Le dio mucha tristeza recordar a su amigo, el segundo bolero que llegó al kiosco, Martín se llamaba, le decían el chimuelo, no aguantó mucho, nada más duro 10 años.

Recordaba con nostalgia el Azcapotzalco viejo, el de su juventud, cuando caminaba por calles solas, cuando se subía al tranvía para ir al zócalo, con un veinte compraba una paleta y una bolsita de cacahuates; los niños los domingos jugando trompo y yoyo, otros con su bolsa de palomitas viendo como los trovadores cantaban canciones de Los Panchos, unos llenándose la boca de rojo con los algodones de azúcar, la vendedora de elotes afuera de la iglesia, la vendedora de libros comerciancdo oraciones milagrosas, la peregrinación de San Pedro entrando a la iglesia, con los estandartes de los 26 barrios, la niña que llora porque perdió su pelota, el limosnero estirando la mano por unas monedas, el padre afuera de la iglesia recibiendo la peregrinación.

La tarde se está haciendo gris y nostálgica, la hormiga fija sin caminar, salvados de que el mundo se acabe.

El borracho peleando afuera de la cervecería, la famosa toluca, las hojas en el suelo crujen cuando pasa la peregrinación, las señoras rezando, los hombres silenciosos, un hombre se come unos tacos a la entrada de la puerta de la iglesia, señoras hincadas adentro de la iglesia con las manos juntas rezando, el Cristo al fondo con los brazos en la cruz, mirando todo.

La tarde es gris con un aire pegajoso, con aires de lluvia.

El bolero ve la hora, empieza a recoger, “un día más gracias a Dios”.

Un joven se baja de un carro lujoso: “Señor, no se vaya, tengo un compromiso, ¿le da grasa a mis zapatos?”

El bolero lo ve; es un hombre joven, bien vestido, con un portafolio en la mano, se sienta en el banco.

—--el bolero—“¿señor yo lo conozco?”

—--el joven—“posiblemente”

—--el bolero—“¿es artista?”

—--el joven—“no, le hago a la cantada”

Los zapatos eran seminuevos, nada más tenían polvo, les pasó nada mas el trapo.

—--el joven—“Usted le dio grasa a mi papá muchos años, por eso lo vengo a ver”

—--el bolero—“¿de dónde es usted joven?”

—--el joven—“de Clavería”

Cuando el cliente le pagó, el bolero se sorprendió: le dio un billete de 500 pesos.

Sacó de su portafolio un disco, se lo dio, no acabó de darle las gracias cuando se fue corriendo, se subió a su carro y se fue.

Miró el disco: “Éxitos de José José”.

Lo agarró, lo metió a su morral, se fue caminando rumbo a San Martín Xochinahuac.



(Imagen Martín Borboa Gómez)

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