LA SABIDURÍA DE MAMÁ

LA SABIDURÍA DE MAMÁ

Por Adrián González Cabrera  

AZCAPOTZALCOGRAFÍA.

 

Me sentía triste porque la familia de uno de mis mejores amigos  en la Colonia San Álvaro —al cuál conocíamos como Chucho— hacía unos días había cambiado de domicilio, yéndose a vivir a la lejana Colonia Balbuena, en la Ciudad de México. A mis 11 años de edad, sin saberlo, enfrentaba yo un evento de depresión

Hacía tres semanas que había entrado el otoño de ese 1963, y como eran más o menos las 10:00 de la mañana, hacía frío. Yo estaba sentado en una silla chaparra (amplia) de madera cuyo asiento era de tule, junto a la puerta de la cocina. Esa era mi silla favorita por cómoda, por estar fabricada con madera torneada ligera, por estar pintada de color claro con motivos florales, y porque sentado ahí dominaba visualmente la puerta de entrada de personas a la vecindad, que casi siempre estaba abierta, y, por esa razón, alcanzaba yo, a través de ella, a mirar la calle iluminada por el asoleamiento del oriente.

Mi mamá estaba trabajando al interior de la cocina. Ya se había dado cuenta de mi estado anímico y la causa de ello. Se asomó y me dijo:

—Ya no estés triste, te quedan muchos amiguitos con quién jugar al futbol. Si me prometes estar contento te voy a preparar unos sopes pequeños, como los que a ti te gustan.

¬—Está bien mamá, te lo prometo… voy a estar contento, contesté.

—Pero tendrás qué acompañarme al mercado a comprar las cosas para prepararlos; irás a comprar masa al molino de nixtamal, e irás a conseguir la leña a la maderería para calentar el comal, dijo mi mamá.

—Sí, mamá.

A media mañana acompañé a mamá al Mercado Tacuba. Compró, entre otras cosas, jitomate, cebolla, cilantro, ajo, chiles verdes, queso rallado, manteca y sal de cocina (entonces no usábamos la llamada sal de mesa). 

Los jitomates

Una vez que regresamos a casa y descargamos la canasta del mandado, corrí por la calle de tierra hasta el molino de nixtamal que se ubicaba entonces enfrente del jardín de la colonia y compré la masa.

Al entregar la masa a mamá, de inmediato enfilé mis pasos hacia una maderería que se ubicaba en la misma calle, pero en la cuadra siguiente, al oriente. En esa maderería nos regalaban viruta (que resultaba de cantear y cepillar las tablas), además de la pedacería de madera producto del corte.

Llegué a la maderería, y pregunté a un trabajador, de aspecto imponente y todo lleno de aserrín, que llevaba puesto un delantal de cuero de color beige:

—¿Señor…me puede regalar un poco de viruta y pedacería de madera para encender el comal de mi mamá?

—Sí, niño. A ver…echa para acá tu costal (entonces estos eran de yute…muy resistentes); te voy a regalar poca pedacería y te completo el costal con viruta para que puedas cargarlo, dijo el trabajador.

Pensé entonces que otra opción era calentar el comal era el carbón, pero este costaba dinero, y en el caso de la leña, esta era gratis.

Al llegar con mi mamá cargando el costal, me dijo:

—¡Muy bien!, déjalo ahí, y te me vas en seguida a comprar petróleo para encender la leña.

Tomé el garrafón vacío y me dirigí a comprar el petróleo, que vendían en la carbonería —eran garrafones de vidrio verdoso con capacidad de 3 litros, recubiertos con delgadas y planas tirillas de madera entretejidas con popotes de origen vegetal, en los cuales una destilería vendía su Ron Huasteco Potosí, que se compraba en las vinaterías. Estos garrafones también eran usados para comprar pulque, toda vez que la envoltura de madera del garrafón “disfrazaba” el contenido.

Los expendios de petróleo lo eran también de carbón.

—Señor, por favor, tres litros de petróleo.

Entregué el garrafón al señor carbonero —que andaba siempre negro de ropa y piel, por causa de su trabajo tan sucio—. Este abrió el grifo del tanque de petróleo (de unos 3,000 litros de capacidad, que descansaba sobre unos “atraques” de albañilería) y vertió petróleo en una cubeta de lámina galvanizada hasta más o menos la mitad. Auxiliado con un embudo, también de lámina galvanizada, me llenó el garrafón. Pagué el importe correspondiente, recogí el garrafón lleno de petróleo; di las gracias al señor carbonero y me marché rumbo a casa. 

—¡Mamá, ya está aquí el petróleo!, grité.

Entonces, mi mamá se dirigió a un rincón del patio de la vecindad en el cual acostumbraba poner su comal. Colocó tres tabiques en el piso, en forma radial; en medio de los tabiques colocó un poco de viruta y, encima de ella, colocó varios trozos de madera. Bañó los trozos de madera con petróleo. Y por medio de un cerillo, encendió la viruta, qué, a su vez, empezó a encender la leña. Finalmente, colocó el comal de lámina negra de forma circular, de unos 80 cm de diámetro, encima de los tabiques.

Mientras se calentaba lentamente el comal, mamá colocó en él los jitomates y los chiles verdes, y colocó en el piso un petate.

—Trae el molcajete y el tejolote (en esa ocasión mama no utilizó el metate) y empieza a preparar la salsa mientras voy haciendo los sopes, pero que te quede bien martajada, dijo mi mamá. En una cacerola colocó la masa, a la que de vez en cuando le vertía un poco de agua.

Mi mamá se hincó sobre el petate y empezó a hacer los sopes rápidamente —de vez en cuando, retiraba el comal de los tabiques y, auxiliada por un tramo de varilla, removía las brasas para avivar el fuego— pellizcó los sopes en todo el borde; asimismo, les dio tres pellizcos en el centro. Una vez cocidos estos los fue colocando en un mantelillo de tela bordado que estaba al interior de un canasto de tule. Mientras tanto, supervisado por mi mamá, me puse a trabajar en el molcajete con el tejolote a un lado del comal, echándole ritmo al asunto. Después de varios regaños, al fin terminé de preparar la salsa. Aprendí que para preparar una salsa se necesita una técnica depurada…y, yo, no la tenía.

El clap,clap,clap producido por las manos de mi mamá al moldear la masa cada que hacía un sope; el rojo de la salsa martajada; el olor de la masa acabada de cocer en el comal; el rico sabor de la salsa cada que mi mamá y yo la  probábamos para ver si ya estaba a punto; y el calorcito que recibían mis brazos desnudos proveniente del comal, y el fuego contrarrestando el frío otoñal… todo ello estimulaba mis sentidos de oído, vista, olfato , gusto y tacto. Me sentía pleno. 

Molcajete con tejolote, ambos de piedra.

El perro, los conejos y las gallinas que tenía mi mamá en el patio nos observaban con curiosidad, mientras yo miraba algunas hojas secas haciendo piruetas en el aire antes caer sobre los lomos de los animales, después de que aquellas fueran arrancadas de las ramas de un añoso árbol por el viento.

Como a las tres de la tarde se terminó la masa y, una vez cocido el último sope, mi mamá lo acomodó con el resto, que ya se encontraban al interior del canasto. Los envolvió con el mantelillo de tela bordado para que no se enfriaran tan rápido. En seguida me mandó a traer unos platos de peltre de la cocina. En el comal, me preparó tres sopes con manteca y sal de cocina. Les puso encima salsa de jitomate martajada. En seguida les puso queso rallado y cebolla picada. Los recogió del comal con una cuchara plana de madera y me los sirvió en un plato.

Me dispuse a saborear mis sopes cuando, de repente y como por arte de magia, mis hermanos y primos —que no habían colaborado absolutamente en nada— aparecieron en bola solicitando a mi mamá un plato con sopes para cada uno. Mi mamá dio gusto a todos.

Lo más sorprendente para mí fue que, cuando todos terminaron de comer, ¡¡¡me puso a lavar los platos!!!

Lo sucedido en esa jornada me enseñó algo que mi mamá ya sabía: “El mejor remedio contra la depresión, es la acción”. Eso es muy cierto pues, al menos por ese día, me olvidé de mi amigo Chucho.

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