UNA ESFERA NAVIDEÑA
UNA ESFERA NAVIDEÑA
Por Adrián González Cabrera
AZCAPOTZALCOGRAFÍA.
Ángel estaba sentado junto a la señora que estaba arreglando el árbol de navidad ese diciembre de 1967. Él observaba una esfera de 7 cm de diámetro, de acabado metálico, brillante y lisa, color magenta, que pendía de una de las ramas del árbol a la cual fue sujeta mediante un listón dorado que estaba atado al capuchón —dorado también— de la esfera. Ángel estaba embelesado observando los tonos magentas, rosas, anaranjados, negros y un destello blanco que arrojaba la superficie lisa de la esfera al incidir en ella los rayos de luz. Se asombraba al ver cómo la esfera reflejaba la luz de cada una de los pequeñísimos focos de colores que adornaban el árbol. Así mismo, se mostraba muy interesado de cómo la superficie de la esfera reflejaba el entorno que la rodeaba, deformando las figuras y formas. No existían ahí las líneas rectas. Observaba como su cara se deformaba al ser reflejada… y, de repente, reía.
Esfera color magenta del árbol de Navidad, en la que Ángel
llevaba a cabo sus observaciones.
Mientras la observación de la esfera cautivaba sus sentidos,
Ángel recordaba lo que le había sucedido hacía justamente un año, unos días
después de la navidad del año 1966. En ese año el invierno había sido muy
crudo. Ángel, que padecía alcoholismo, después de una francachela se había
quedado dormido en la banqueta de la esquina que forman las calles Grecia y
Niza, en la Colonia San Álvaro, Azcapotzalco. A nadie extrañó su ausencia esa
noche en su casa ya que, frecuentemente, llegaba muy tarde a dormir. A la
mañana siguiente, como a las seis a.m. —aún reinaba la oscuridad— alguien se
percató de su presencia en dicha esquina —Ángel estaba tirado— y lo vio
cubierto por la escarcha (rocío congelado) de la madrugada. Dieron aviso a su
familia, qué llegó de inmediato al sitio. Mientras unas personas le frotaban
con las manos el cuerpo, tratando de reanimarlo, otras corrían para traer agua
caliente. Para ese momento tenían a Ángel medio acostado en la banqueta, con la
espalda recargada en una pared. Él estaba inmóvil con los ojos abiertos y la
mirada perdida.
—¡¡¡Ángel… Ángel… reacciona por favor!!! decía su hermana
muerta de preocupación.
Ángel siempre traía con él, en la bolsa de la camisa, una
Imagen de la Virgen de Guadalupe. A fuerza de frotarlo con paños mojados con
agua caliente, y al empezar a recibir su cuerpo los primeros rayos del sol,
poco a poco empezó a recuperarse hasta quedar en estado consciente. A partir de
entonces siempre procuraba llegar a su casa antes de las diez de la noche.
Mientras observaba la esfera magenta, los recuerdos
inundaban su mente: Ángel había quedado huérfano a los dieciséis años de edad
en 1940 —en plena Segunda Guerra Mundial— con tres hermanos menores que él. La
vida lo trató muy duro desde su adolescencia, y nunca nadie supo a ciencia cierta
en qué momento él empezó a aficionarse a la bebida.
Llegó el 24 de diciembre de 1967 y Ángel nuevamente
observaba la esfera, ensimismado en sus pensamientos. La depresión hizo presa
de él fuertemente. Llegó la hora de la cena y la familia se reunió en la mesa.
Una vez terminada la cena, todos se levantaron y se trasladaron a la sala,
acompañándose del árbol de Navidad, a cuyo pie se encontraban los regalos. De repente, sonaron las doce campanadas en el
viejo reloj de péndulo que estaba colgado en una pared del comedor. Ángel,
ensimismado, permaneció en silencio durante muchos minutos, mientras toda su
familia se daba el abrazo navideño unos a otros. De repente, se levantó, y
teniendo en su mano la imagen de la Virgen de Guadalupe, abrazó a su hermana y
le dijo:
—Hermana, ahora que llega la Navidad, ante el Niño Dios y la
Virgen de Guadalupe, te prometo que a partir de hoy voy a buscar ayuda, divina
o humana, para tratar de alejarme del alcohol. Los dos lloraron fundiéndose en
un fuerte abrazo.
Toda su familia se puso feliz y agradeció los buenos
propósitos que le habían nacido con motivo de la Navidad.
Todos le dieron un abrazo y le desearon una pronta
recuperación de su alcoholismo.
La fiesta continuó hasta altas horas de la madrugada, en que
todos y cada uno fueron retirándose a sus respectivas casas.
Ángel murió al año siguiente de la cena de navidad: en 1968, año de las olimpiadas en México.