TRES CUENTOS DE SEVERINO SALAZAR
TRES CUENTOS DE SEVERINO SALAZAR
Yalula, la mujer de fuego
También hay inviernos fértiles
Con alas blancas
YALULA, LA MUJER DE FUEGO
De Severino
Salazar
No, no, nunca.
Qué esperanzas. Aunque te diré que desde el principio, desde chiquita ya traía
en el cuerpo las ganas de ser artista: me gustaba bailar; nomás oía música y me
brincaban solas las patitas, dice mi mamá. Pero estábamos tan jodidos que no
teníamos ni radio. Eso sí: siempre quise ser alguien en la vida. Doctora, por
ejemplo. Y las cosas fueron llegando. Una cosa me llevaba a otra y otra y así
cuando volteaba para atrás yo era la más asombrada. Me mareaba. Y a luchar para
mantenerme en pie, sin pensar en lo que estaba pasando. Es duro, claro que es
duro, pregúntamelo a mí; pero si no piensas en eso no es tan duro. Ahora yo no
entiendo esas cosas de ustedes las feministas; pero las respeto como a los
jotos, que he conocido a muchos muy humanos y cuatitos. Como el primero que me
metió en esto. No entiendo eso de la explotación y de la humillación y la
denigración de la mujer. Yo no me creo explotada ni nunca me creí. En todo caso
ellos, los hombres, serían los explotados. Yo tengo mis casas, mis negocios, mi
dinerito bien invertido y produciendo. Pero el principio, te lo digo de nuevo,
para nadie, creo, es fácil. Las cosas me fueron llegando. Yo siempre digo que
mis comienzos fueron un zapateado en un bailable de la escuela. Pero lo traigo
en mi sangre calentada por el desierto donde nací y me crié. Pues mi mamá
vendía comida y refrescos en un jacalón a la entrada de una mina allá por el
norte de Zacatecas; de eso nos mantenía, y cuando íbamos creciendo la ayudamos
mi hermano y yo. Hasta que tuve quince años y me casé. O a los catorce, ya no
me acuerdo, porque era revolada. Me casé, te decía, con un muchacho que lo que
tenía de guapo, lo tenía de mentiroso y macho; se hacía pasar por ingeniero en
la mina y no sé cuántas cosas; era de esas gentes que como el desierto no sabes
de dónde agarrarte, para dónde orientarte, pues todo está igual. Así que un día
se fue y me dejó con dos niñas chiquitas —una apenas con días de nacida— allí a
medio desierto, desamparada. Bueno, no tanto, pues estaban mi madre y mi hermano.
Y me dije: voy a trabajar y salir adelante. Y un sábado, me acuerdo bien, en
una borrachera que se pusieron los ingenieros y trabajadores de las minas en el
jacalón de mi mamá, iba con ellos un muchacho acá todo modoso que se decía
coreógrafo; y me acuerdo que me dijo que yo tenía bonito cuerpo y que él podía
hacerme una buena bailarina. Yo sin pensarlo dejé que me llevara a un lugar
espantoso de tercera o cuarta en Fresnillo —por ahí cercas— donde tenía un
grupo de ballet que daba dos funciones todas las noches. Y estuve allí como mes
y medio. Me acuerdo que después de las funciones me ponía a llorar: ganaba bien
poco, lejos de mis hijas por allá, que cuidaban mi mamá y el pobre de mi
hermano, que siempre fue tan bueno y aguantador; y yo acá, rodeada de
borrachos, botellas por todas partes y humo por todos lados, y preguntándome:
¿cómo pude caer tan bajo? ¡No!, me decía yo. Qué pensaría mi madre y la gente
que me conoce allá, si supieran que yo estaba en mero enmedio de la zona roja.
Me sentía sucia, ¿tú crees? Es que estaba como dormida, como borracha del
hombre que me había dejado; y yo que quería tanto a ese desgraciado; y el
pensamiento de mis dos criaturas tan chiquitas las inocentes —y pensando que
eran también mujeres—, y de mi mamá que también la había dejado mi padre, que
nunca conocimos. Y yo la comprendía; la entendía hasta entonces, ya lejos de
ella ¡y en semejante lugar! Y tamañita que me viera un conocido. Fue horrible,
me acuerdo. Estaba como enceguecida por las cosas que me estaban pasando. Sólo
así me pude haber puesto unos biquinis tan feos y grandotes. Y el mentado
coreógrafo dale y dale con el tesón de desnúdate. Y yo: ¡cómo voy a bailar
encuerada! ¡Cómo crees! ¡No!, me pelié con él. Y yo lloraba, pero aún así me
ponía unos biquinis más chiquitos. ¡Imagínate! Ahora me da risa, claro. Dame
uno de tus cigarros, que veo que te los fumas muy sabrosos. Te digo que jamás
fumo, pero cuando me acuerdo de estas cosas me dan ganitas de fumar o de
echarme una copita. Luego me fui con mis hijas y mi madre una temporadita, pero
como ya andaba en el ajo me fui a Juárez porque me habían dicho que allá sí
había trabajo pa público más fino, y oportunidades. Me dieron trabajo en un
lugar que se llamaba “El gallinero”. Y fíjate que no me acuerdo cómo me nombraban
entonces, pero yo entraba en el relleno y hacía lo que quería: bailaba con
minifalda y al final del numerito me quedaba en calzones. Así y allí empecé a
hacer experimentos con las reacciones del público. Pero me daba un no sé qué
con la familia y eso. Pero estaban mis hijas que mantener. No quería hacer nada
que las fuera a molestar. Pero luego me decía: ni modo, así es la vida y hay
que entrarle. Para esto ya me los había traído a vivir conmigo y los sostenía a
todos. Como éramos muchos tenía que trabajar mucho. Me daba miedo, no creas,
por ellos, pues son de ideas antiguas. Aún ahora y todo no me gusta que mis
hijas ni mi hermano ni mi mamá me vean haciendo estriptís en vivo. Por respeto
a ellos ¿no? Aunque mi mamá no es espantada a pesar de que sí es persinada, ni
se fija ni nada. Con decirte que por su cuenta y riesgo fue a ver Yalula, la
mujer de fuego y le gustó mucho, dice, bastante. Y eso que salgo encuerada toda
la película. Ella me quiere y me comprende. Yo la adoro y por eso la puse a vivir
en la casa más bonita, rodeada de puros millonarios pudientes para que no se
acompleje, para que se reponga de todos los trabajos que pasamos, para que
ahora que está vieja viva tranquila. Quisiera darle el mundo porque ha sufrido
mucho, y conmigo más. Ah, sí, el nombre. Me lo puso el dueño del teatro del
burlesque. Cuando llegué a trabajar allí —después de Juárez, Tijuana, Puerto
Vallarta y otros lugares que ya ni me acuerdo— me llamaba Lupy. Con ese nombre
trabajé en muchos lugares antes: “La terraza”, “La fuente”, “Capri” y muchos de
primera. Pero él me bautizó de nuevo con el nombre que me trajo la suerte. Tú
eres Yalula, la mujer de fuego, me dijo el día que firmamos el contrato para el
burlesque; y me recomendó que tuviera representante y quién me administrara mi
tiempo y todo. Muy bueno el viejo, honrado como pocos. Sabía. Me acuerdo que ya
con ese nuevo nombre un día se me acercó un hombre muy interesante y cuero que
al verlo me brincó el corazón. Y me dijo: ¿Tú eres Guadalupe, Yalula? Sí, le
dije muerta de miedo. Era mi ex marido. ¡Uy, cuánto me rogó el pobre! Me dijo
que yo estaba preciosa. Que él no me había conocido así. Que qué me había
hecho. Pero ya era muy tarde, ya habían pasado muchas cosas desde aquel día que
se fue sin avisar, sin decirme cuándo lo volvería a ver. Yo ya iba muy lejos,
ya estaba yo como en otro planeta. Imposible, soy orgullosa. Dame una
oportunidad; cometí un error, me dijo. ¡No! No nos conocimos en realidad,
éramos dos extraños por eso se había ido desde el principio; pero esto hasta
ahora yo lo veía bien claro. Y él me decía: si no me he ido no hubieras llegado
tan alto. Soy parte de tu destino. Como diciéndome: convídame de lo que has
recogido de la vida, no seas. No le guardaba ni le guardo rencor porque la vida
lo puso en su lugar, le dio su merecido. Mis guardias —cuando trabajo mucho
contrato unos que me acompañan noche y día— le dijeron que se retirara, ¡que
dejara en paz a la señorita Yalula! Así lo hizo. Pero luego trató de acercarse
a las niñas; que cuando salían del colegio, que cuando las llevaba a pasear. Le
mandé decir que andaba con un politicazo (que además era cierto), y desapareció
de mi vida para siempre. Soy valiente, te digo. Recordé que cuando él se fue
sufrí mucho; era la mujer más pobre de todo el estado de Zacatecas, más pobre y
desgraciada que el desierto, más seca y sedienta de amor. Nadie ahora sabe cómo
luché. ¡De veras! Yo andaba descalza, se me acabaron los zapatos y me fui a
Fresnillo con los de mi mamá: ella se quedó descalza en mi lugar. Por eso debes
luchar y luchar; no sufrir, no pensar que sufres aunque sufras. Nada de nada,
que no se te nuble la vista y que no te pesen las armas. No me da pena decirlo
porque la pobreza no tiene nada de vergonzoso. La vergüenza es cruzarse de
brazos y no hacer nada por salirse de la pobreza. Queda la satisfacción de
decir: padecí, pero ya estoy bien. Y una vez aquí hay que tener cuidado, pues
si no sabes lidiar con el cansancio te va mal. Yo he visto de todo en el
camino; compañeras con las que empecé y que se han ido cayendo, una por una, a
lo largo de la pasarela —un decir— como soldaditas de plomo. Muy poquitas
mantenemos el equilibrfio en la cumbre. Tengo compañeras que beben y tienen
muchos vicios. Otras se deprimen y solitas se van envenenando. Otras que se
quieren hacer más buenas y bonitas y nomás las chingan los cirujanos y
doctores. Este ambiente es muy engañoso y traicionero. No hay que dejarse
deslumbrar. Yo he visto chiquillas hermosas y capaces que truenan como
chinampinas de buenas a primeras; pues de seguro se dice: aquí hay de todo, hay
que llegarle a todo. Si quieres pasar por la vida intacta sólo te queda cerrar
los ojos y pensar en el fin, en la meta, no hacer caso de nada más a tu
alrededor: la pasarela es un camino que recorres mientras todo a tus lados está
oscuro. Oyes ruidos, sí, voces, música. Es un camino que no sabes a dónde te
lleva, y que tiene mil destinos. Como te puedes perder, puedes llegar al cielo.
La pasarela es un viacrucis. No que yo sea mojigata, no, simplemente hago lo que
se me dice: encuérese, enséñenos, siéntese, párese, muévase, métase, sáquese. Y
yo digo: sí, pero sin tocar, por favor. Y ya. No tomo, no fumo, ni arreo ningún
vicio. Vamos a decir que no me comprometo, como me dicen unas compañeras;
aunque he llegado a pensar que te comprometas o no te comprometas es lo mismo:
te vas a morir, te vas a acabar, ya no vas a gustar, el tiempo va a pasar...
Como que Dios nos está dirigiendo en su película y nosotros no vamos a poder
ver esa película; qué chiste. Y eso que no soy creyente. Pero así es. Yo a
veces me siento que soy como un cuchillo al que la vida le sacó filo; y soy de
fierro, voy cortando el aire y todo, nada ni nadie me puede hacer daño ya. Como
esos picos del desierto que el aire afila. No hay de otra: tú te vuelves
enclenque y todo te lastima; o de fierro y nada te toca. Por eso te digo que le
gusto a la gente por otra razón que no sé qué es. No soy ni nunca he sido
bonita. Como yo vengo desde abajo —como los gusanos— lo primero que me obsequió
el público no fue un aplauso, sino una rechifla. Ahora soy una venganza a esos
primeros chiflidos. Desde esos momentos me propuse que les iba a cobrar caro mi
parte de aplausos, éxito y mundo, que iba a hacer todo a mi alcance para
lograrlo. Me acuerdo que Nefertiti era la estrella entonces. La fui a ver al
teatro en la tarde y al cabaret en la noche, el mismo día, para ver y saber lo
que hacía. Y me dije: Yo lo hago mejor. Me encuero y bien. Fue cuando me
cambiaron el nombre. Y con unos ahorritofs me hice unas correcciones: el busto,
tú sabes que los hijos se las acaban, las caderas se te cuelgan. Total, me
dejaron un cuerpazo. Empecé abriendo el programa, en el montón, de las que
salen hasta atrás. Pero a los tres años: la estrella de todos los días. Los
hombres llevaban binoculares al teatro; y un buen día a uno se le ocurrió ¡qué
ocurrencias! llevar una lámpara de esas de pilas y con ella me alumbraba las
partes que quería ver mejor, desde lejos. Y a los pocos días ¡qué te cuento!
había cientos de lámparas en la oscuridad del teatro y todas aluzando al
mismito lugar y yo feliz, como si fuera por una pasarela del cielo lleno de
estrellas. Y el más lindo detalle es que sólo las prendían cuando salía yo.
Pero lo más bello fue el día que me despedía: un viejito del público llegó con
un desfile de mariachis tocándome “Las golondrinas”. Mientras la gente gritaba:
¡No te vayas! Hice mucho dinero: dos funciones de burlesque y dos de cabaret
diariamente. Dormía todo el santo día de Dios, mientras mis hijas crecían
sólitas de día. Pero también me pasaron cosas muy feas. Una vez a la salida del
teatro una bola de chiquillos, de ésos sin educación, morbosos, que parece que
nunca han visto, me dejaron encuerada a tirones en un santiamén. Desgraciados.
Todavía me acuerdo y me hierve el buche. No entiendo a la gente morbosa y con
malicia y mal de la cabeza. Tal vez por eso no me he vuelto a casar. Nomás se
me arriman morbosos y degenerados, libidinosos que Dios guarde la hora. Por eso
me da pavor desnudarme frente a un hombre, o si alguien me está viendo o
espiando; no lo aguanto. Soy muy pudorosa, muy íntima y nadie me lo cree. ¡Ni
mi propia madre! ¿Tú crees? En el estriptís es diferente, allí yo no veo a
nadie, el público es mucha gente que no conozco, y estoy haciendo un trabajo
bien concentrada, pues por eso me pagan. Y requete bien. Y permanezco en el
gusto del público porque soy medida. No es por criticar a la competencia, pero
ahora ya no trabajo en un chou donde se hagan indecencias y peladeces, donde
vaya a salir una de ésas como Nefertiti, que hace unos desnudos tremendos.
Buena para enseñar, eso sí, y de las que se abren y no sé cuánto relajo; se
meten un zapato, por ejemplo, y se sacan cosas como un listón que se va
desenrollando y se lo avientan al público morboso, y por eso nos faltan al
respeto a todas por igual. Eso yo ya no lo acepto, de plano. Y llámame
retrógrada y provinciana. Después de una de esas señoras yo no saco ni la
nariz. Figúrate que el otro día vino ese mago, ¿cómo se llama?, y quería que
preparáramos algo juntos y me iba a sacar un conejito y que un ramito de flores
para el público. Lo mandé a sacárselo a la más vieja de su casa. Yo lo más que
hago es simular que hago el amor sobre una silla transparente, o un baño en una
tina transparente también, que es diferente a estarte abriendo, metiendo y
sacando cosas. Yo también le doy al público regalos, pero más sentimentales:
una vez que iba hecha la mocha por la pasarela que se me dobla un pie y se
rompe el tacón, me quito los zapatos para caminar de puntitas y alguien en la
oscuridad me grita ¡regálamelos, mamacita! Y aviento un zapato para un lado y
el otro para el otro y el público aullaba de contento. Desde entonces, cuando
acaba mi número beso mis zapatos y van pal público. Y cuando los estoy
aventando siempre me acuerdo de aquel día que me fui a Fresnillo con los
zapatos viejos de mi madre, prestados. Y estos que ahora regalo son finos, de
raso o de cuero bueno, caros, pero que a nadie le van a servir, que a nadie
hacen falta. Y así es la vida: a lo mejor el amor por ella te llega cuando ya
estás grande de afuera y de adentro. Cuando ya no lo necesitas. Hace poco entré
a una butik en Miami y de pura puntada compré todos los zapatos de mujer que
tenían de mi número allí, de todos los colores y estilos. Para regalar. Pero
eso sí, cuando yo quiera. Porque una vez un tipo me jaló el tacón y se quedó
con él. Luego puse a mis guaruras a la salida del teatro para que si lo veían
le quitaran mi zapato. Esas cosas sí me dan mucho coraje. Por ejemplo, si
alguien del público me quiere agarrar o tocar me meto. Salgo otra vez. Y si
vuelve a suceder ya no salgo y prenden las luces del teatro. Pero el público
aprende. Con sangre, pero aprende. Porque una noche un tipejo me agarró y me
metí enojada. El público le aventó de cosas porque yo me había metido por culpa
de él y lo descalabraron allí mismo. Siempre me he hecho respetar mucho. Y más
ahora que puedo decir no o sí cuando yo quiera, como te digo. No es que tenga
domado al público, como dicen, pero es que siempre doy sorpresas en escena. Un
día que llegué retardadísima al teatro y ya casi había terminado el ballet que
me acompañaba —¡ni modo de salir yo a bailarles más!— me aventé a salir ya
completamente desnuda y descubrí que eso es lo que más les gusta a los hombres:
lo inesperado, la sorpresa, el truco bien hecho. Y ése fue el éxito. O sea,
como que es parte de la sinceridad ¿no? Como llegar sin rodeos al asunto ¿no?
¡Así pegué! A partir del siguiente día yo ya era la estrella. A partir de
entonces, lugar al que llegaba Yalula se llenaba a reventar. Claro que así como
me tengo medidito al público me manejo a un solo hombre. Digo, los amantes que
he tenido siempre han hecho lo que yo diga, entran en cintura o ya saben que se
me van así. Pues tengo un hasta aquí. Y cuando digo ya, es que ya. Hasta aquí
te quise, hasta aquí me gustaste y ya. Soy dócil y en el fondo tengo mucho
aguante, pero mucho. Me gusta que los hombres sean apegados, aunque no sean
bonitos, pero que sean buenos. Con atenciones, con detalles, con ternura, cariñosos.
Como ya te dije, no aguanto a los morbosos; me requetechocan. Esos que nada más
están pensando en eso, me fastidian, me dan asco. Me los tengo que estar
espantando como moscas. Y más bien te diré que yo creo que nunca he estado
enamorada, lo que se dice bien. Me enamoro pues, por un año o por meses. Y así.
A veces me digo: este año no me he enamorado, ¿qué me pasa? No, eso del amor es
un cuete. Si del padre de mis hijas que fue mi primero en todo, me olvidé de él
pronto, y que yo creo que a ése sí quise, y ya ves... Los hombres son
diferentes a nosotras, a ellos no les importa el amor. A mí tampoco, pues. Pero
no ha faltado un cínico que me lo venga a gritar en mi cara, que no conozco el
amor y así; de ardidos. Porque no llego puntual o no llego de plano a la cita,
porque no me pongo a temblar como cuerda de guitarra guapanguera, ni se me
derrama la copa de la emoción. Hazme el pinche pliz. Dime tú a qué horas voy a
tener tiempo de hacerles esas payasadas, si siempre ando ocupada, pensando en
lo que voy a hacer. Yo ya estuve casada, vi cómo se me marchitó el amor en las
manos y todo. ¡Es horrible! Después de casada no hay nada de lo que tú te
imaginaste. Por eso no creo en el matrimonio. Eso ni los políticos ni los
sacerdotes lo creen. Eso de aguantar un monigote a tu lado, siempre, es para
las que no les queda otra. Y se tienen que fletar, de por vida. Ya he visto
muchas, muchas veces marchitarse el amor, como te digo, en mis manos. No creas,
a veces me da por pensar: ¿por qué no les di su padre a mis hijas, si tuve la
oportunidad en las manos? Qué me hubiera costado decirle: está bien, quédate.
Vamos a ver si nos avenimos otra vez. Y cuánto y más que todavía lo recordaba
mucho y me gustaba. ¡No!, me dije, ¡no! Aunque me arrepienta de por vida. Luego
pienso: si lo que soy se lo debo a él; si él no se hubiera ido yo estaría
vendiendo sopa de arroz y huevos cocidos en las minas. ¡Qué horror! Él me hizo
mucho bien sin quererlo, se hizo a un lado para que yo triunfara. No, no, si a
veces me reprocho yo misma: ¿por qué no les di su padre a mis hijas, que es lo
único que les falta? Pues están en los mejores colegios; y yo les digo que sean
aplicadas, porque hay pa darles la mejor carrera del mundo. Quiero que sean
doctoras como un día yo quise serlo; pero de las jodonas, no fregaderas. Lo que
yo no puedo hacer, ustedes lo van a hacer, les digo. Pues a mí se me ha ido
todo en acomodarles el mundo. Pues por principio tienes que luchar porque en tu
casa te dan una mente así de chiquita. Y como si te dijeran: no la crezcas, no
la saques de sus límites, si la haces más grande, si la dejas que crezca te
apuntamos con el dedo. Mi misma madre con su sonsonete: Ay, hija, como que eso
no está bien... hasta a ella la tuve que hacer a mi modo. Ya salte de eso, ya
tienes bastante, no te lo acabas ni con dos vidas, ya dale gracias a Dios. El
mundo lo tienes que hacer a tu modo, digo yo. Imagínate si no he luchado con
todos, con todo. Y sigo... Nunca terminas, aunque te mueras en la raya. Y sigo
y sigo y me digo, por lucha no va a quedar. No hay nunca ni un momento en el
que no tengas que batallar: con los explotadores, con los envidiosos, los
estafadores, la gente te mete la pata nadamás porque tú estás en un punto que
ellos quisieran, pero que no han hecho nada por ganárselo, o porque no saben
cómo llegar y tú tuviste suerte, por eso te tiran, y a matar. Además de ir
aprendiendo tu trabajo y progresando con él, tienes que aprender a capotearte a
los enemigos, que nunca sabes dónde van a estar escondidos o disfrazados de
qué. Y si eres débil te apantallan y te quieren asustar con que inmoral, con
que pornografía, con que las buenas costumbres y su chingada madre. ¡Perdón!
Pero me sulfuro con sólo pensar en eso. Por lo que a veces me digo, pues ahora
los voy a torear: me voy a abrir bien abierta y me voy a meter y a sacar cosas
y me van a oír el hociquito que me boto. Te provocan por todos lados. Pero la
vida te enseña muchas cosas, sabes así de rápido quién es bueno y quién es
malo. Y eso que no soy creyente, pues sólo creo en lo que veo. Mi mamá es al
revés: se la vive rezando en todos los templos por mí, según ella. Estás loca,
le digo; y me regaña y a veces llora. Que eres una hereje, malagradecida. Qué
voy andar yo rezando si mi trabajo me costó y me cuesta todo. ¿Cuántos curas no
me habrán ido a ver encuerada y a los mejores lugares? Ellos no se van a
revolver con los pelados. ¿Cómo voy a besarle la mano o a pedirle consejo a un
tipo así? Pero a la mejor hay Dios, pero como no lo veo... Y los de los
milagros, pues nomás no. Los milagros tú los haces y para eso tiene que sudar
el lomo. ¡Y lo chistoso es que nací el mero doce de diciembre! Me dice mi mamá:
El día de la Virgen. ¡Cuál Virgen, mamá! Ay, hija, tienes razón, has pasado por
tantas cosas que ya no crees ni en ti misma. Dios te perdone. Mi hermano era
católico y nadie lo salvó del carreterazo que se dio en su moto. Y mis hijas,
también creen, y rezan y me encomiendan a Dios, pues van a colegios de monjas,
que son los mejores, pero lo hago para que se junten con niñas como ellas.
Ahora ¿me quieres decir que si volvería a nacer escogería lo mismo? ¿O que si
ahora haría lo mismo que hice hace casi veinte años? Ay, no, qué matado, qué
flojera volver a empezar. Imagínate hacer todo lo que hice de nueva cuenta.
Mejor sería otra cosa. O nada. He luchado tanto que ya estoy cansada. Si así...
a veces me digo para mis adentros: ¿qué caso tiene que me desvele y luego me
levante tan temprano todos los días a lo mismo: ejercicios para conservarme,
que son tan matados y aburridos; luego las clases de baile, canto, actuación y
el trabajo en las tardes y en las noches, bailar y bailar y encuerarse.
¿Cuántas veces me he encuerado en estos años? ¿Cuántos miles de ojos me han
visto? ¿Y cuántas majaderías de borrachos? ¿A quién le ayuda o le beneficia que
yo me encuere, así nada más, el puro hecho de encuerarse, sin tomar en cuenta
el dinero que me gano? ¿Cómo le pudo dar alegría a alguien verme encuerada? En
serio. No entiendo, de plano. Si te pagan tan bien por hacerlo, entonces algo
tiene que tener de malo. Pero luego me digo: mis hijas; y me salen ganas y
fuerzas de no sé dónde. Siento que ellas son como dos rieles y yo el trenecito;
de esos trenes que se usan para entrar a las minas y sacar el metal de las
profundidades. O como dos postes de fierro a los que se amarran los barcos en
los puertos para que no se los lleve el aire y las olas. Claro que mis hijas no
quiero que sean como yo; se sufre mucho en este ambiente. Si les puedo evitar
este viacrucis es como si yo nunca lo hubiera recorrido, es como hacer un
borrón y cuenta nueva de mi vida. Cuando me quedo sin hacer nada es como si se
me parara el mundo, no creas. Imagínate que una vez que estuve desocupada por
unos meses a mi hija más chica se le ocurrió decirme: Mamá, ¿qué estamos
haciendo aquí?, a nadie le hacemos falta ni nadie nos hace falta. Por eso
trabajo día y noche, caray. Y no es que le tenga miedo a la muerte, no. Si me
muriera descansaría: ¡qué rico! Luego me digo: a lo mejor Dios me castiga por
estos pensamientos, pero luego luego me contestó: ay, ojalá tengamos muerte de
perro, que todo se acabe al morir y ya, sin tener que entregarle cuentas a
nadie.
TAMBIÉN HAY INVIERNOS
FÉRTILES
De Severino
Salazar
Para Eloísa
Cuando el amor se
manifiesta por primera vez en cualquiera de sus formas, es siempre el mismo
problema para todos los hombres. Pero la manera de enfrentarlo es diferente.
Hay criaturas que traen en el corazón brújulas enloquecidas, extrañamente
orientadas, que los obligan a tomar por caminos desconocidos para luego ahí
abandonar sus almas a desoladas y terribles contemplaciones, apartándose
trágicamente de su objetivo original.
Nuestra historia
comienza con este invierno que ha sido el más frío y el más largo en el
colegio. Casi con las hojas de los árboles cayó también la nieve. Las aves que
presurosamente viajaban hacia el sur se detenían a descansar en las ramas de
los gigantescos álamos cultivados en el jardín trasero, hasta que las hojas
—desprendidas por el viento durante la noche— eran barridas, amontonadas y
quemadas antes de que el sol saliera. Las gruesas columnas de humo blanco que
se elevaban suavemente hacían que las aves emprendieran otra vez su prematuro
vuelo.
Después de una
noche fría, en la mañana el sol ya no salió. Todos los alumnos dejamos los
dormitorios y asistimos bien arropados a clases. Y como a la una de la tarde,
desde nuestros salones, vimos las primeras plumas de nieve bajar rompiendo
apaciblemente las capas de aire y caer sobre el pavimento negro de las canchas
de basquetbol o acomodarse en todos los lugares disponibles de los edificios.
Bajamos al patio gritando, mirando al cielo blanco, dejando que los copos de
nieve nos resbalaran por la cara. Mientras los frailes, desde las escaleras,
nos invitaban a que saliéramos a la calle.
Ningún alumno se
quedó en el colegio aquella tarde, excepto tú. Todos salimos bien abrigados con
nuestras boinas, guantes de estambre y orejeras de terciopelo; armados con
botes viejos de hojalata, con cacerolas agujeradas, tapaderas y palos; haciendo
—con los gritos y porras que se ahogan entre el escándalo metálico— que la
gente del barrio saliera a sus jardines, que los viejecitos, desde adentro,
pegaran la cara a los cristales de las ventanas para mirarnos pasar, sin dejar
de sonreírnos; que los niños del barrio se nos unieran en la manifestación de
regocijo por la llegada del invierno.
Regresamos al
colegio cuando el piso de las calles ya estaba cubierto por una fina capa de
nieve y toda la naturaleza a nuestro alrededor ya tenía la primera mano de los
brochazos del invierno. En el zaguán sacudimos nuestras gorras y nuestros
abrigos para dirigirnos al comedor. Y más tarde, desde las ventanas de la sala
de estudio, miramos a la ciudad envuelta en un vaho gris, que se iba borrando a
medida que el tiempo transcurría y nos quedábamos como a la deriva en las
inclemencias del invierno.
Desde esa tarde
ya nadie entró ni salió del internado. Nos dedicamos en cuerpo y alma a tomar
las clases en los salones entibiados por los calentadores eléctricos, a comer,
a sentarnos en las tazas heladas de los baños, a leer y a hojear libros de
estampas en la biblioteca; a jugar en las noches, por equipos, juegos de mesa;
a esperar esas horas largas para irnos a dormir... Todo parecía tan aburrido
aquí adentro, que no soportabas mirar hacia los vidrios de las ventanas —desde
cualquier lugar que estuvieras— y, por la tibieza interior y el frío de afuera,
llenarse como de lágrimas de agua, las cuales de repente se resbalaban
culebreando sobre la superficie, arrastrando con ellas otras gotas. Todo el
invierno nos viste hacer esto: nos parábamos frente a las ventanas y con un
dedo escribíamos nombres sobre los cristales, jugábamos gatos, dibujábamos
paisajes que al poco rato ya eran ilegibles, hasta que las superficies se
cubrían de gotas nuevamente y continuaban con su constante lagrimeo. De vez en
cuando te parabas para frotar una parte del cristal con una de las mangas de tu
abrigo. Y contemplabas por largos ratos los álamos cercanos, cuyas ramas más
inclinadas, las que estaban casi horizontales, retenían la nieve que no cayó al
suelo, que se empezó a derretir y las gotas y chorros pequeños que escurrían se
quedaban paralizados, suspendidos, como cristalizados en el viento. También ese
paisaje contenía un hermoso pájaro verde, excepcional, que acurrucado en el
hueco que formaban dos ramas, miraba tal vez a nuestra ventana, con sus plumas
erizadas; quizá perdido, olvidado por la parvada, se dejaba morir lentamente en
esos días helados sin poder hacer nada. Tú dejabas ese paisaje que de seguro te
deprimía para pasear la mirada por las canchas de basquetbol. Y después de un
buen rato me preguntabas: “¿Quién ganará el próximo campeonato? ¿Quedaremos
otra vez empatados el equipo de Gilberto y el mío? ¿Ganará él?”.
Tal vez la
impresión, el miedo a los pensamientos que se van aclarando, las deducciones
que a cada momento que pasa son más convincentes, todos los recuerdos, el dolor
—el arrepentimiento no, porque no lo conoces—; todo esto hace que tú no llores,
como los demás, porque nuestro amigo Gilberto está para siempre encerrado en
ese ataúd blanco, y su rostro, que vemos a través del cristal, con un hilito de
sangre ya negra entre la nariz y el labio superior, es transparente como la
cera.
Estás parado y
muy tieso en la cabecera, haciendo guardia junto con otros tres compañeros que
a cada hora son relevados por otros tres. Sólo tú permaneces aquí, porque el
padre director había dicho que, siendo tu amigo inseparable, ahora debías
acompañarlo hasta la última morada. Tal vez sea éste tu mayor castigo. Y con tu
cara seria estás mirando ahora el féretro, después los cuatro cirios, luego las
coronas que a cada momento son más, que recargan en las paredes y despiden este
perfume fresco, solemne, que se mezcla al de los cirios cuyas flamas oscilan
sólo cuando la guardia se retira o alguna otra persona se acerca. En estas
interminables horas de vela recuerdas los momentos vividos con Gilberto en este
internado para varones, al cuidado de frailes, sobre una de las lomas más altas
de las que rodean la ciudad de Chihuahua. Revives en tu mente el rostro
colorado —cuan diferente al de ahora— y rociado por el sudor, cortando el aire
en las canchas de basquetbol a toda velocidad.
También recuerdas
que a veces, sin que tú supieras ni cómo ni por qué, sólo obedeciendo
ciegamente a un cruel instinto que tienes desde que eras pequeño, te parabas
dormido, recorrías gran parte del internado y despertabas en su cama, junto a
él. Sí, Gilberto te sonreía y después regresabas a la tuya para vestirte. Y
bajabas a desayunar mientras te deshacías en mil conjeturas, buscando la razón
o justificación de ese fenómeno, de esa cosa que cada día te atormentaba más
por la burla que provocaba en los otros, nuestros compañeros, los cuales no
entendían nada de lo que te estaba pasando. Mientras tanto, a ti ese vagar
nocturno se te iba volviendo una costumbre incontrolable. A nuestras preguntas
decías que andabas a solas, como recorriendo interminablemente una catedral:
oías el eco de tus pasos botando entre los pilares y las naves, veías la luz de
colores escurrir derretida de los vitrales, escuchabas tus pisadas sobre la
escalera de piedra de sus torres, sentías el viento desgarrarse en las puntas
filosas de sus pináculos, mirabas al sol embarrado sobre las paredes
irregulares de sus campanarios.
Esa cara sin
expresión no es la de Gilberto. En estos momentos sientes ese límite que hay
entre los recuerdos que se tienen de una persona viva y los que se tienen de
una persona muerta; la transformación que éstos sufren, como que ya no
pertenecen a la realidad, sino que parecen venir de un sueño muy distante,
velado. ¿Dónde está la sonrisa que tenía aquel viernes —la noche de un día
caluroso de junio, en esta ciudad de los climas extremosos, aquellos días
ardientes, de deseos latentes e insatisfechos, cuando a la hora de la siesta
veíamos desde aquí la ciudad en un constante temblor, bajo un inquieto y
endiablado espejismo— cuando tú, él y yo entramos al “Cilindro”, aquel cabaret
situado sobre la avenida ancha, llena de nardos rosas y blancos, que termina en
la estación del ferrocarril? ¿Dónde está la otra sonrisa, la que tú creíste
burlona? Porque cuando salimos del “Cilindro” él no comentó nada, ni te
preguntó por qué, no te pidió ninguna explicación. Se limitó a caminar mirando
el suelo, sonriéndose, quizás repitiendo para sí la última frase con la que lo
había desengañado la prostituta en el cabaret. Mientras tú, caminando un poco
más adelante de nosotros para evitar que te viéramos a la cara, no sabías qué
comentar, no podías reclamarle y decirle que su silencio te incomodaba, te
ofendía, era humillante, te tenía al borde de la locura. Porque no sabías qué
teoría en esos momentos estaba comprobando. Sólo comprendiste que ésa había
sido la hora de la maldita verdad.
...Te quedaste
parado entre la puerta y la sinfonola, la cual tocaba sin descansar danzones
muy animados. Gilberto siguió caminando hasta un rincón caluroso y tomó asiento
en una mesa donde había dos muchachas no muy jóvenes; las dos eran morenas con
el pelo teñido color castaño. Empezó a platicar con ellas. Fumaban. Se veían
animados. Y después de un rato sacó a bailar a una de ellas. Tú lo viste, sin
que él lo hiciera, cuando la confianza que se tomaron fue obvia, en una
conversación seguramente trivial, pero matizada por el mutuo regocijo; hasta
que se perdieron entre las otras parejas que también bailaban despacio y muy
juntas. Tú sabías que él se sentía observado, que estaba como actuando para ti.
—Quiero que me
hagas un favor —le dijo Gilberto.
—Yo no hago
favores; pero depende, si me conviene —le contestó sonriendo la muchacha.
—¿Cuánto?
—preguntó el.
—Tres mil del
águila.
—Que sea menos...
—No, mijito. Tú
tendrás tu carita muy bonita, pero yo necesito la lana. Una está fregada y
ustedes son riquillos.
—Bueno. Está
bien, pero el negocio no es conmigo —Gilberto la hizo dar una vuelta rápida y
se quedaron parados—. ¿Ves al muchacho que está parado entre la puerta y la
sinfonola?
—Sí.
Y ella se había
quedado mirándote por algunos segundos.
—¡Que no te vea!
Y siguieron
bailando.
—Pues quiero que
lo saques a bailar y te lo lleves.
—¿Que me lo lleve
yooo...?
—Así es. ¿No
comprendes? Es un muchacho que... ¿Cómo te dijera? Siempre... No sé... Pero de
todos modos yo te pago, yo te voy a pagar. ¿Ya? Míralo ahora; se está
aburriendo. Mientras —Gilberto señaló con un dedo hacia donde estaba la otra
muchacha—, yo bailo con tu amiga.
—Okey —aceptó la
muchacha.
Gilberto bajó el
escalón de la pequeña pista e invitó a bailar a la otra muchacha. Entre tanto,
la primera mujer se fue derecho hacia donde tú estabas. Y él, desde la pista,
no dejaba de mirar hacia donde la muchacha intercambiaba palabras contigo.
Luego, optimista, con la alegría del que sabe que le van a dar una sorpresa y
que lo único que tiene que hacer es esperar, se volvió a perder entre las otras
parejas e hizo que se olvidaba por un momento de ti.
Después de dos
melodías que habían bailado, Gilberto invitó a su pareja a tomar una copa en la
barra y, para su asombro, se encontró a la primera muchacha sentada también
frente a la barra, tomando sola. Gilberto le puso una mano en el hombro y le
preguntó impaciente:
—¿Qué pasó con mi
amigo?
Ella dio un trago
a su bebida, con una sacudida violenta se deshizo de la mano que tenía en su
hombro y sin voltear a verlo solamente le contestó:
—No me estés
chin-gan-do.
Sentado sobre el
tapete de la sala de estudio y frente a las grandes ventanas que dan a la
calle, tu tiempo transcurre entre miradas a las láminas del libro que hojeas
entre tus piernas y largos ratos de contemplación al sol amarillento, del cual
apenas se distingue una masa redonda y viscosa, que salió hoy por primera vez
en muchos días. Y ese sol al fin se hunde entre los picos de las cordilleras al
otro lado de la ciudad, cuyas crestas y pliegues todavía se encuentran
completamente cubiertos de nieve ya sólida, que cayó desde el principio de la temporada
y aún se defiende del deshielo que provocan estos aires barredores de febrero,
que comienzan a derretir también las pasiones dormidas. Los últimos
resplandores de oro que las montañas reflejan en los altos muros —casi lisos—
del internado, te ciegan y te impiden ver, abajo, a la ciudad irse perdiendo
entre las sombras de la tarde. Ya que los muros de la escuela, por estar
situada en la loma más alta de las que circundan la ciudad al este, son los
primeros en recibir los rayos del sol al amanecer y los últimos al ocultarse.
Recorres con la vista el río que divide la ciudad en dos hasta convertirse en
la barranca que marca el límite del colegio; luego cuentas los puentes que
comunican las dos mitades para terminar con el más cercano, el puente de hierro
negro por donde los trenes cruzan el río, y cuyo ruido llega hasta nosotros
cuando estamos en clase, ya en la cama o jugando basquetbol en las canchas
amuralladas con tela de alambre cubierta de enredaderas. Y es entonces cuando
suspendemos el partido para irnos a pegar a los alambres y ver pasar el tren
carguero larguísimo, casi interminable, con muchos hombres que caminan y corren
sobre los vagones en movimiento, sin perder el equilibrio.
El hecho de que
en el internado nunca se tome la lista de asistencia a clase fue la causa de
que hoy nadie echara de menos a Gilberto. Dejas tus contemplaciones en la sala
de estudio para unirte al asombro general que conmueve al internado. Todos los
muchachos gritan o lloran, dicen que jamás en el colegio había pasado algo
parecido. El pánico y el horror han hecho presa general. Ya nadie hace caso de
nada. Todos los frailes están en los dormitorios y los alumnos amontonados en
las entradas comentando: “Gilberto fue encontrado ahorcado. Uno de los mozos
descubrió el cuerpo. Lo hicieron con una red verde. De esas que sirven para
guardar los balones de basquetbol. Dicen que se la quiso quitar. Tiene la cara
arañada con sus propias uñas. Y creen que lo mataron cuando aún estaba
dormido”.
Subes al camión
del colegio. Para esta ocasión está adornado con un moño de papel blanco en
cada asiento. Vamos bien abrigados y enguantados. Nos hicieron ponernos el
uniforme de gala. Es una tarde demasiado helada, hija de un día nublado.
Mientras te acomodas junto a nosotros, en silencio, los vidrios de las
ventanillas cerradas se empiezan a empañar por el aire que afuera acarrea el
frío de los témpanos de hielo, que poco a poco se evaporan en las montañas.
Sólo se escucha el ruido de las botas al contacto con el piso metálico del
camión.
La carroza va
adelante, la sigue el coche que conduce al general Aniceto López Morelos, padre
de Gilberto, y a sus familiares que hoy en la mañana llegaron de su hacienda en
Zacatecas. Luego otro carro en el que va el padre director y otros familiares:
atrás los dos camiones del colegio. Vamos cruzando un largo puente escoltado
por sauces escurridos y quietos. Ves, a través de los vidrios empañados que no
te atreves a limpiar, el río cubierto de hielo y espuma que se extiende hasta
perderse detrás de la colina en cuya cúspide, como un castillo medieval, se
encuentra el internado y, al aire libre, en una meseta, las canchas escuetas y
frías, donde el cielo gris, más bien descolorido, se rompe con los dibujos
enmarañados que forman las ramas blancas de los álamos desnudos de hojas.
El tráfico se
detiene, nos cede el paso y nos limpia la atmósfera de sonidos cuando
atravesamos el centro de la ciudad, con su catedral de cantera morada, sus
edificios modernos de cristal, grandes y lujosos hoteles, hasta que nos perdemos
entre las calles largas, luego cortas, y giramos sobre glorietas con monumentos
o sin ellos. Antes de llegar al panteón vimos pasar residencias de cantera
carcomida y vieja, esos templos evangelistas, grises y húmedos, que imitan con
sus vitrales y delgadas torres el estilo Gótico, y sus atrios sembrados de
pasto un poco maltratado por la nieve y divididos por enrejados de elaboradas
figuras; los jardines con sus fuentes rodeadas de pinos y cedros, cuyas ramas
están quebradas por sostener, largo tiempo, pesadas cargas de hielo; andenes
lodosos y bancas de granito heladas.
Ya a la entrada
del panteón nos formamos atrás del féretro que cuatro frailes —con las capuchas
cubriéndoles la cabeza— cargan solemnemente; luego una banda de músicos que
estaban esperándonos. Emprendemos la marcha y atravesamos el cementerio hasta
que llegamos a un rincón donde una fosa abierta en la nieve y la tierra húmeda,
con un montículo al lado, nos aguarda. Caminamos escuchando la música y los
llantos callados, casi suprimidos de la madre y las hermanas de Gilberto.
Al regreso de los
funerales bajas tú el primero del camión, el cual se estacionó frente a la
puerta principal del colegio. Te levantas el cuello del abrigo y, sin querer,
miras la ciudad: los anuncios de neón corriendo y centelleando en la distancia,
el alumbrado mercurial indicando la presencia de las grandes avenidas, los
pequeños bosques apenas alumbrados en la orilla del río. Toda la ciudad te
parece un lago fosforescente donde no se reflejan las montañas nevadas ni la
colina donde está el internado, como que no acepta que sus cristalinas aguas
sean el espejo del lugar donde un crimen se ha cometido.
Cruzas el pasillo
por donde tú, yo y también Gilberto un día entramos por primera vez. Los tres
somos zacatecanos y en este internado nos conocimos, nos descubrimos. Pero tú
llegaste primero y como con una piedra labrada de nuestra catedral adentro de
la cabeza. Subes los escalones despacio, acariciando los barandales de acero
con tu mano enguantada y sientes el frío que traspasa el tejido. Te paras en el
primer descanso y no sigues a tus compañeros que nos dirigimos al comedor,
donde están puestas las mesas para la cena, sino que te quedas mirando la
negrura de la cancha con sus hermosas cintas de pintura blanca, y cuentas con
tus dedos los tres meses que no ha sido usada a causa de las nevadas y del frío
que impide salir en pantalones cortos a jugar. Miras enfrente las montañas de
donde escurren estas olas de aire, que te revuelven los mechones rubios que tu
boina de estambre a rayas no alcanza a cubrir. Recuerdas que apenas hace cuatro
días tú y Gilberto ya no habían podido resistir más el deseo de ir con el padre
director y, en nombre de todos, preguntarle cuándo los dejaría usar las
canchas. Y él les había contestado que a pesar de que ya no había nieve, el
frío que bajaba de las montañas, aún nevadas, les podía causar una bronquitis;
y no había necesidad de esas cosas. Sin embargo, ahora que te lo repites te
parece tan lejano, como si los acontecimientos de estos dos últimos días
hubieran ocurrido en años, en siglos, que te transformaron y que ahora te
impiden comprender algo que tú ves al otro lado de una espesa muralla de pena,
de rencor, de odio, de desamor por todo... Piensas que un funeral así es
bonito, inolvidable, con coronas de flores blancas traídas de muy lejos,
violines, trompetas y contrabajo. ¿Cómo estos instrumentos, que hasta ahora tú
habías sabido que se utilizaban para provocar la felicidad, después eran usados
para sentir más el dolor? Y tú lo comprobaste: cuando la melodía cambiaba compases,
el llanto aceleraba, el dolor era más agudo, penetraba como un cuchillo.
Sentías como tristeza, como envidia porque ese funeral no fue el tuyo.
Allí abrazaste la
alegría, el dolor, el placer, la tristeza juntos; cómo una cosa ayudaba a
sentir más la otra. Qué hermosos se escuchaban los violines en el panteón. Cómo
la música, imposible de aprenderse a tararear de memoria, se deslizaba sobre
los contornos de las tumbas de mármol y de cantera; cómo subía a las copas de
los árboles y bajaba; cómo era su contraste con el sonido hueco que produjeron
los primeros puños de tierra al caer sobre el ataúd, y el chirrido de las palas
introduciéndose en el montículo de tierra húmeda para ser depositadas en la
tumba. Sonríes cuando te convences que esos momentos son realmente los más
bellos en la vida, porque crees que dejan un recuerdo bien aprendido por todos
los sentimientos.
No vas a cenar.
Pasas sin mirar al corredor y a los álamos de cuyas ramas cayó el pájaro verde
que vimos a través de las ventanas, aquel día cuando nadie fue capaz de cruzar
el frío del invierno para rescatarlo y ofrecerle algo de calor antes de que la
nieve se lo tragara. Te diriges al dormitorio. Te sientas a la orilla de tu
cama y miras la que fue de Gilberto. Hay algo de terror en tu cara. Te quitas
los guantes, la boina, la camisa, los zapatos. Te bajas los pantalones y los
dejas sobre una silla. Te hincas en el suelo y doblas la cintura hasta que tu
cabeza toca el suelo, y ves debajo de la cama tu balón de basquetbol, lo
acaricias con la mano derecha por unos momentos y luego te paras. Tú eres el
único que tiene balón propio en el colegio; te lo trajeron de tu casa para la
Navidad; los demás usamos los del colegio. No tenemos la satisfacción de
siquiera tocar uno por mucho tiempo, porque están encerrados en el gimnasio.
Tiemblas cuando se encuentra tu cuerpo semidesnudo entre las sábanas frías,
casi húmedas. Y como que todo el dolor te llega de un solo golpe. Te retuerces
como un gusano acabado de nacer, que apenas ha sido aventado a su pedazo de
tierra. Lloras sin ninguna queja: el dolor y las lágrimas fluyen sin
interrupción. Porque de alguna forma te has dado cuenta de que aquí y ahora
acabas de tener ya la primera de una larga serie de pérdidas. Y con la amarga
certidumbre de que eres un hombre diferente a partir de esta noche, cierras los
ojos y te duermes después de muchas, muchísimas horas de no haber probado el
sueño.
A la mañana
siguiente comentamos lo que vimos muy de madrugada, cuando aún no había
esperanzas del nuevo amanecer. En el colegio todos dormían, y la única señal de
vida eran los focos encendidos en los pasillos, los reflectores sobre las
canchas o el ruido de algún avión que volaba sobre la ciudad dormida, brillante
y quieta. Y tú sin saberlo, sin sentir, sin quererlo, dormido y despacio
saliste del dormitorio a los pasillos. Calculando cada paso, sin expresión en
el rostro, con la mirada perdida, sin esperanza y fija en un punto que tal vez
estaba en el centro de la cancha negra de hermosas rayas blancas. Con el balón
de basquetbol en los brazos, bajaste las escaleras. Ibas semidesnudo y
descalzo. En el centro de la cancha gritaste al tiempo que lanzabas el balón
hacia el tablero, el cual se quedó oscilando ruidosamente. Corriste detrás de
él y lo atrapaste para de nuevo tirarlo al otro tablero; hacías pases, creías
oír un silbato marcando una violación a las reglas; una conmoción general.
Sentías codazos en el estómago, manos que se interponían a tu paso y que
estiraban tu ropa; te defendías de los atacantes imaginarios, de los partícipes
de un juego atroz, sagrado, decisivo, en el cual tú solamente te defendías. De
pronto todo se transformó en un llanto feroz, en un desahogo general que corría
de tablero a tablero, emitiendo gritos desarticulados y horribles que hicieron
a nuestros compañeros, que no estaban observándote desde el principio,
despertar y, castañeándoles los dientes, vieron por las ventanas a un fraile en
pijama salir corriendo y dirigirse al centro de la cancha, donde te encontrabas
tirado sobre el balón, como si lo quisieras estrangular, en un acto lleno de
ira y amor. En esos momentos no pude escatimar una lágrima por tu desdicha —que
bien supe disimular delante de los otros—, así como no las evité por la
desgracia de Gilberto.
El fraile te tomó
de un brazo y automáticamente obedeciste. Sollozando te paraste. Él recargó tu
cabeza en su costado y los dos juntos, despacio, cruzaron la cancha, subieron
las escaleras y te dejó, otra vez, durmiendo en tu cama. El hermano había
llevado a cabo tu rescate como si fuera algo cotidiano, que seguramente debía
hacer muy seguido.
Tú sólo pudiste
recordar que al acostarte habías visto y tocado tu balón rojo, y ahora para
comprobarlo vas corriendo y lo sacas de abajo de la cama. Con él entre tus
manos te das cuenta de que aún hay lodo fresco en algunas partes de su
superficie corrugada. Lo tiras violentamente, como volviéndote loco de terror,
arañándote la cara hasta hacerla sangrar, retorciéndote en el suelo y gritando:
“¿Dónde está la red de mi balón? ¡La red verde, la red verde, la red...!”
Ya no sabes más
de ti, no sientes cuando sales en una ambulancia de la cruz roja, y su sirena
ensordecedora —anunciando que hay peligro, que lleva la muerte adentro, que
nadie se le acerque—, baja rápidamente las lomas, atravesando junto con los
aires de febrero el puente y la ciudad hacia el sur, como las aves que huían a
tiempo del invierno.
Cargando con una
culpa muy pesada y una verdad que en aquel momento no conocía, decidí irme del
internado esa misma tarde y seguir estudiando en Zacatecas, en una escuela
pública, para vivir con mis padres. Mientras empacaba mis libros de estampas
—que tanto te gustaron a ti como a Gilberto— y guardaba mi ropa en la maleta,
me despedía de todos los compañeros de clase, cuyos rostros inmediatamente
asociaba a los de ustedes. Una secuencia interminable de recuerdos explotaba en
mi cabeza: desde el momento en que todos nos hicimos amigos hasta las
excursiones en verano a las montañas, las riñas y bromas en los salones de
clase, los partidos de gala en el gimnasio, los paseos nocturnos por los
barrios menos decentes de la ciudad, el velorio, la muerte.
Casi al final de
un invierno también destemplado y frío, al despertar de mañana en una ciudad
muy lejana y hermosa, de pronto reconocí horrorizado la cara de Gilberto y la
cara de su amigo en las de otras amistades mías de una época tan diferente. Y
aquella temporada ya perdida de mi vida, que permaneció muda, ciega y dormida
por más de siete lustros, comenzó a despertar, a acercarse y a murmurarme primero
muy quedito, y luego a gritos, a sacudirme ya de cerca —trayendo nuevos
asombros y significados—, diciéndome con su voz, inequívoca y cruel, que en
realidad yo nunca me había alejado del internado, que mi vida no era más que
una prolongación de ese vagar de testigo solitario a través de las canchas y de
los patios —del recreo y del juego— y los pasadizos y cámaras —del estudio y el
misterio— de mi colegio, enfriados a lo largo de muchísimos fértiles inviernos.
En esos momentos de revelación me preguntaba qué habría sido de ti; y llegué a
la conclusión de que si habías muerto, ahora vivías en mis adentros.
CON ALAS BLANCAS
De Severino
Salazar
Fue a finales de
los años cincuenta cuando salí por primera vez de mi pequeño pueblo. Y aunque
regresé y volví a salir muchas veces —hasta que hice el viaje sin retorno— en
esa primera vez creí que ya nunca iba a volver o que si regresaba otros iban a
ser mis intere¬ses. Por lo tanto, recuerdo que regalé mis pertenencias: lo más
importante para mí eran una yegua y un burro que le doné a mi hermano, el que
me seguía en edad; a otro le regalé mi único libro que poseía: Corazón, diario
de un niño y un rifle viejo que sí servía; a alguno más mi colección de patoles
de colores y una petaquilla enorme de madera. Todo porque la tradición familiar
dictaba leyes inquebrantables: el primogénito debía abandonar la casa y los
campos donde había nacido y había crecido para que estudiara los números y
supiera sobre la medición de las propiedades, para que supiera hablar con
propiedad y escribiera y contestara cartas, para que conociera las leyes y
supiera de litigios. Y para eso había que irse lejos: a la ciudad de Zacatecas,
a Guadalajara o a algún lugar más distante como la ciudad de Chihuahua.
A través de
cartas y giros postales, los preparativos para mi viaje habían empezado muy al
principio del verano. Y aunque yo veía muy lejano el día para partir, pronto
llegó el otoño y para entonces ya casi todo estaba preparado.
En la larga lista
de objetos que cada alumno debía llevar consigo al ingresar al internado, había
uno que consistía en un colchón individual, y se especificaba que éste debía
estar hecho de lana de borrego blanco o de plumas. Sin embargo, eso no planteaba
ningún problema, ya que en la casa había la costumbre de trasquilar las alas a
la parvada de patos igual que si se tratara de los borregos, y las plumas les
volvían a crecer; o se guardaba en un costal todo el plumaje de los que se
sacrificaban para comer su carne. De aquí salió el mullido colchón que
confeccionó mi madre. “Para que cada vez que te acuestes te acuerdes de tu
madre”, me dijo.
El largo viaje
desde Zacatecas hasta Chihuahua con semejante estorbo se tenía que hacer. En
ese tiempo duraba dos días, pero a mí se me hizo lento y eterno. Pero no me
debo adelantar.
Llegaba el día
para partir. Una tarde inolvidable me fui a despedir de mis abuelos, de mis
tíos y de mis primos. De mis amigos. De los vecinos. De mi maestro de primaria.
Y yo sentía que todo el mundo ya me trataba como a un extraño, que ya no les
pertenecía, pues se dirigían a mí con un respeto desconocido, con una distancia
que en ese momento empezó a crecer, sin que yo lo supiera entonces. Muy
temprano en la mañana, en el único camión que en ese entonces pasaba por el
pueblo, saldría con mi padre para la ciudad de Zacatecas. De ahí tomaríamos el
ferrocarril. De pronto, una confusión de sentimientos me volvía los espacios de
mi casa, los corrales, las huertas, las calles del pueblo y las montañas en la
distancia, todo como un lugar desconocido, pues tenía muchos deseos de irme y
estaba feliz porque iba a conocer ciudades grandes y modernas, pero al mismo
tiempo me daba miedo, qué tal si mientras estaba lejos se moría alguno de mis
padres, o uno de mis hermanos, o mis abuelos. Y porque no estaba seguro de
poder aguantar tanto tiempo sin verlos. Mi destino estaba en un internado de la
remota ciudad de Chihuahua. Más allá de los desiertos del norte de nuestro
estado.
Y esa excitante
mañana, miraba por la ventana del autobús que el pueblo se iba haciendo
chiquito hasta que por fin desapareció. Arriba del techo iba mi maleta y mi
colchón nuevo enrollado, bien atados con lazos y cubiertos con una lona por si
nos agarraba el agua en el camino. Cruzamos muchos campos de maíz y de trigo ya
maduros antes de llegar a Jerez y luego a la ciudad de Zacatecas al mediodía.
Una hora más
tarde, sentados sobre mi colchón enrollado, a medio andén de la vieja estación,
de cantera y rejas de hierro negro, esperábamos el tren, yo con mi sombrero
puesto, pues yo sentía que era parte de mí, que había nacido conmigo, por eso
no lo quise dejar, a pesar de que mis hermanos y mi madre insistieron. Mi gusto
no tenía límites, pues iba a ver el tren por primera vez en mi vida.
Repentinamente el
ferrocarril llegó silbando y echando gruesas nubes de humo. Se arrastraba como
una larga serpiente negra entrando al túnel de la estación. Los fuertes
silbidos hacían cimbrarse al viejo edificio y sus fierros y vidrios. Venía
repleto. La mitad del viaje lo hice en un pasillo y sentado sobre mi colchón de
plumas.
En la tarde
comenzamos a cruzar el desierto. Eran los últimos días del otoño y parecía como
si el cielo azul empezara a enfriar la tierra. Nubes de pájaros negros cruzaban
muy rápido y muy arriba, espectacularmente, los amplios valles. Mi padre me
decía que se alimentaban de semillas en el desierto. A lo lejos solamente se
veía un hilito azul de montañas y luego otra vez el inmenso cielo. El viento no
tenía hojas secas que arrastrar, sólo el polvo que se metía por las rendijas de
las ventanas y de las puertas y luego a mis ojos y me hacía llorar sin tener
ganas. Y, después, el atardecer rosado a la hora de la puesta del sol me hacía
pensar en las tibias sementeras del rancho de mis abuelos.
Pasamos por
muchas ciudades y pequeños pueblos a la orilla de las vías del tren, y éste se
paraba en todos. Subían y bajaban gentes que hablaban con diferentes
entonaciones a las nuestras. Pero el recorrido nocturno fue un espectáculo
grandioso: un desfile interminable de luces de colores. Y lo más hermoso y
mágico era ver las antenas de las radiodifusoras, largas, en los valles o sobre
las montañas, salían en medio de las ciudades, como plantíos de espigas de
focos rojos. Eran las antenas de las radiodifusoras cuyas señales recibía el
radio de madera que se encontraba en la sala de mi casa. El radio junto al cual
pasábamos muchas horas de nuestras vidas, sin hablar, casi religiosamente, pues
a través de él entraba en nuestros oídos el resto del mundo, el mundo
desconocido y lejano, casi inalcanzable. El radio que solamente podíamos
escuchar las primeras horas de la noche, ya que ése era el único tiempo que la
planta eléctrica del pueblo funcionaba.
Como llegamos a
la ciudad de Chihuahua al anochecer, nos hospedamos en un hotel cerca de la
lujosa estación. Mucho tiempo antes de dormirme lo pasé frente a la ventana de
nuestro cuarto, a oscuras; miraba hacia una ancha avenida por donde subía y
bajaba un río de coches, y todas las luces de neón de la ciudad prendían y
apagaban, se escurrían sobre los anuncios o desfilaban sobre los techos,
anunciando productos o lugares desconocidos para mí. Eran las señales de una
larga cadena de signos que esperaban ser descifrados, dar su mensaje.
A la mañana siguiente,
después de desayunar, un taxi nos llevó hasta las puertas del instituto. En un
amplio vestíbulo esperamos a que el rector nos recibiera. Y cuando estuvimos
frente a su escritorio trató a mi padre como si ya lo conociera, como si
hubieran sido viejos amigos. A través de una larga serie de cartas y giros
postales, enviados desde las oficinas de correos de mi pueblo, habían hecho
nacer esa amistad.
Mientras mi padre
y el rector hablaban, un prefecto y el que después supe que era el jardinero me
llevaron a mí, a mi colchón enrollado y mi maleta, a través de una serie de
pasillos de un edificio cuyas largas ventanas daban a un precipicio. En el
fondo corría un delgado hilo de río de aguas sucias. A lo lejos se veía un
puente de hierro negro, donde ahora iba entrando un tren. Pareciera que la
escuela estaba vacía si no fuera porque de los otros edificios escurría un
murmullo como de panal de abejas, de olla hirviendo, de una gran máquina
misteriosa que estuviera triturando frases, oraciones, exclamaciones. Una
máquina que estuviera transformando niños en hombres sabios, conocedores de la
vida y del mundo. Y esa máquina despidiera un olor de virutas de lápiz y goma
de borrar. Esa semana habían comenzado las clases.
El jardinero
desenrolló mi colchón sobre una de las camas de madera del centro del
dormitorio y se fue. El prefecto me entregó la llave de una cómoda también de
madera que estaba en la cabecera y me dijo que ahí acomodara mi ropa. “Y
quítate tu sombrero. Guárdalo ahí como un recuerdo de cuando llegaste. Si no
quieres volverte el hazmerreír, no se lo muestres a nadie”, me dijo. Luego me
dio las tres piezas del uniforme del colegio para que me lo pusiera antes de
llevarme a presentar a mi grupo y a mis maestros.
Cuando me dio
esas ropas tan gruesas sentí que se me venía encima el invierno. Del desierto
llegaban esos lengüetazos de aire helado que recorrían y circulaban el colegio
y esta ciudad entera. El mundo se había vuelto hostil, oprimente, tanto cambio
drástico al que no estaba acostumbrado hacía más grande mi sensación de acabar
de entrar a un lugar extraño. Me sentía como un caracol o una tortuga fuera de
su concha; mis miembros estaban desgastados y débiles.
Me desnudé y,
antes de ponerme el uniforme nuevo, me senté por algunos instantes sobre mi
colchón de plumas blancas, hecho de cientos de alas que habían volado, que
habían cruzado ríos y charcos hondos, alas que se habían movido en muchas
dimensiones. Alas que habían estado henchidas por el viento de mi pueblo, por
el agua de sus ríos, por mi tierra, por el fuego de la vida. Me tiré
repentinamente sobre mi nueva cama, sobre esa superficie suave, amable. Mi
cuerpo desnudo era como una larva a la cual le estuvieran creciendo sus alas.
Entonces me di cuenta de que había salido de mi pueblo, que había huido de los
míos sobre alas blancas, para caer en ese colegio para varones que era como un
nido. Y los encuentros y desencuentros que sobre ese campo de plumas se dieron,
son motivo para otra historia.