EL PLACER DE ESCRIBIR
EL PLACER DE ESCRIBIR
Por Adrián González Cabrera
Transcurría mi adolescencia cuando empecé a tomar conciencia
de la importancia de la comunicación humana. Las únicas formas de comunicarme,
hasta entonces, habían sido a través del habla y mi incipiente escritura. En
ese entonces empecé a comunicarme gráficamente a través de mis dibujos, aunque
al principio estos eran pésimos, pues la habilidad de mi mano derecha —soy
diestro— era muy limitada.
Un día de esta calurosa primavera de 2025 estaba yo
releyendo el libro «El Placer de Dibujar» de Gerhard Ulrich, exprofesor de la
Escuela Superior de Bellas Artes de Berlín, Alemania —que me regaló una hermana
mía en 1973—. Al leer recordaba cuanto
placer sentía yo al salir de casa los sábados por la mañana con mi tabla de
dibujo en las manos y mis portaminas de diferentes graduaciones en los
bolsillos —nunca llevaba goma de borrar— a diferentes poblados a realizar un
dibujo específico a mano, generalmente ruinas de Haciendas o Conventos. Qué
bonita sensación cuando algunas personas me rodeaban a observar el desarrollo
del apunte. Me gustaba escuchar juicios positivos y negativos, aunque en
ocasiones las opiniones eran lapidarias; todo eso me fue construyendo.
Asimismo, al leer, recordé que la práctica de salir a
dibujar algunos fines de semana la abandoné en ocasión de la aparición en
México, del COVID 19 (coronavirus), pues me vi obligado a confinarme en casa
por mucho tiempo, sin embargo, para distraerme, seguía tirando líneas en la
mesa de dibujo que tengo en casa.
Seguí leyendo y, cuando ya era hora de dormir, cerré el
libro y lo coloqué sobre el buró… pero antes de dormirme reflexioné: ¿y si
escribo algo acerca del placer que me causa el escribir? A la mañana siguiente
ya había tomado yo la decisión de desarrollar este texto, denominado «El Placer
de Escribir» y puse manos a la obra. Al enfrentarme al papel en blanco, empezó
el reto… «¿cómo empiezo?»
Recordé qué en 1988, a los 36 años de edad, en ocasión de
visitar en su casa a un amigo, coincidí con el suegro de este: el Sr. Francisco
Leyva Franco (pintor). El Sr. Leyva me presentó al Sr. Horacio Casarín (a quien
muchos consideran el mejor futbolista mexicano de todos los tiempos). Ambos
frisaban los setenta y tantos años de edad y platicaban acerca de que «…era
tiempo de ir pensando en retirarse del trabajo.» Ambos se preguntaban: «¿a qué
nos vamos a dedicar al retirarnos del trabajo?» El Sr. Francisco Leyva
comentaba acerca de la posibilidad de dedicarse a escribir, pues consideraba
que sería una actividad fundamental en su vida de jubilado.
En 2002 volví al ver al Sr. Francisco Leyva en un panteón
—ya con unos 84 años de edad en las espaldas asistía al entierro de su yerno,
mi amigo¬—. Al platicar con él, me dijo que la escritura había resultado una
gran compañera en su ancianidad. Jamás lo volvía a ver.
La escritura es una de las facultades más antiguas y más precozmente desarrolladas del ser humano. Es cierto que el dibujo es más antiguo que la escritura, sin embargo, hay que recordar que las imágenes también eran una forma de escritura —como buen ejemplo de ello tenemos los códices mexicanos prehispánicos.
Asimismo, es bueno recordar qué durante las épocas de
guerra, en las secciones de inválidos de los hospitales, los enfermos recibían
terapia a base de dibujo y escritura hasta alcanzar, en su caso, su curación.
Se les inducía a dibujar o escribir en un rincón de su espacio vital, porque
cada uno, en el seno de su soledad «daban rienda suelta a su imaginación,
forjando un mundo fantástico habitado por extrañas creaciones, hijas de sus
delirios y ensueños de poeta.» (tomado del libro Aire Fresco, Casas de Campo en
México, de Gedas México).
La acción secundaria curativa de estas ocupaciones es
indiscutible; su eficacia consiste en hacer encontrarse al hombre con sus
fuerzas primigenias.
Los logros terapéuticos del dibujo y la escritura generan
satisfacciones que no pueden pagarse con dinero.
En 2022, un sábado, por fortuna, conocí el «Taller Relatos de Azcapotzalco,» que sesionaba por primera vez en la «Biblioteca Fray Bartolomé de las Casas», ubicada en el Centro Histórico de Azcapotzalco. Para mí fue un gran hallazgo pues vi la oportunidad de iniciarme en la escritura creativa y tratar de reproducir mis recuerdos, pensamientos e ideas utilizando, medularmente, las 27 letras del abecedario.
Al día siguiente me puse a escribir mi primer texto
denominado “Colonia San Álvaro”. Fue entonces cuando me empezó a inundar la
magia de ausentarme del mundo presente para iniciar un viaje a través del
tiempo. Mis emociones y sensaciones se fueron multiplicando gradualmente y me
vi impelido a hurgar en el cofre de los recuerdos, de los cuales algunos
parecían impenetrables y, otros, que parecía haber olvidado. Durante el proceso
de dicho texto volví a ser niño, adolescente y joven. Asimismo, descubrí que mi
memoria se conserva casi intacta —considerando que tengo 72 años de edad—, por
lo que me invadió una gran alegría.
Posteriormente, intenté escribir un «cuento», y descubrí
cuan maravilloso es mudarse del mundo real para ingresar en un mundo pleno de
fantasía.
Después escribí acerca de mis amigos de infancia y
adolescencia, y se me reveló el gran cariño que sentía por ellas y ellos. Me
invadió la nostalgia y lamenté no estar en tiempo de manifestarles dicho cariño
con mayor intensidad.
Una gran enseñanza ha sido la necesidad de consultar
diccionarios, manuales de ortografía y similares para poder ir evolucionando
mis concepciones y mi escritura. Esto me ha enriquecido de gran forma pues es
maravilloso ir desarrollando cada vez mejores contenidos, lo que me permite
brindarme de mejor manera al lector.
También ha sido muy interesante releer parcialmente libros
que desde hacía muchos años no consultaba, con objeto de crear temas para
desarrollar.
Pero sobre todas las cosas, creo que lo más invaluable ha
sido incrementar, cada vez, «El placer de escribir».
Recuerdo que sentí placer derivado de las sensaciones
surgidas al escribir mi primera carta de amor a los 16 años de edad.
Mucho placer siento al sentarme en mi silla, en elaborar el borrador de un texto en un cuaderno, en aporrear el teclado, en iniciar con una mente en blanco y terminar un texto sintiendo mi mente llena de imágenes y luz.
Encuentro placer en las emociones generadas al escribir
inspirado en la observación de la bóveda celeste y la naturaleza.
Siento placer cuando alguien que ha leído alguno de mis
textos me hace observaciones, reclamos, felicitaciones, sugerencias, o me dice
que se siente como actor de cine cuando, él o ella, son el personaje principal
de algún relato.
Siento placer cuando releo mis crónicas, pues siento que
«Recordar es cabalgar de nuevo» y eso hace que sienta que vivo dos veces.
Siento placer cuando creo que puedo brindar al lector y mi
familia nuclear y familia universal un poco de mí.
Siento placer cuando me entero de que algún familiar —sobre
todo los que han enfrentado experiencias médicas extremas y se encuentran en
estado de convalecencia— ha mejorado su estado emocional (aún cuando sea de
manera momentánea) al leer alguna crónica mía, y me solicita más textos, pues opina
que eso es parte de un legado y qué «hace familia.»
Todo ello inunda de luz mi alma estimula mis cinco sentidos
y me anima a seguir sintiendo… «El Placer de Escribir.»