LA FOTO
LA FOTO
Por Eduardo Resendiz Sánchez
AZCAPOTZALCOGRAFÍA.
Ese día no fue a trabajar se sentía cansado, se le hizo tarde y decidió agarrarse el día. Ya era algo viejo, podría quedarse en casa, pero prefería seguir activo, era ayudante en esa tlapalaería en Pasadena, California.
¿Cuántos años llevaba trabajando en esa empresa?
Ya no se acordaba, la memoria lo traicionaba, además era día del pavo en Estados Unidos, estiró los brazos, bostezó, todavía estaba acostado, el sol entró por la ventana, parecía que iba hacer un día agradable, de esos en que no quieres hacer nada.
Se levantó, fue a la cocina, se hizo una taza de café.
Estaba solo, su esposa vino a México a ver a sus padres, se sentó en la mesa dando sorbos al café y comiendo un pan de dulce.
Pasaron los minutos, fue al buzón, lo abrió, vio una carta que venía de Michoacán, México, las manos le temblaron, algo malo presagiaba, la abrió con cuidado, sus ojos recorrían las letras con calma, su hermana había muerto hace tres días, la única que tenía. Fueron ella, él y otro hermano.
Se mordió el labio.
¿Cuánto tiempo hacía que no venía a México? ¿15 o 20 años?, hizo recuerdo de su memoria, se quedó parado un rato, viendo como pasaban los carros afuera de su casa.
Abrió el baúl viejo, sacó más cartas de su hermano que con los años le había mandado, ya estaban amarillas, las letras se iban borrando, sacó la más reciente, de hace un año:
“—Hermano me fui del pueblo, ya no queda nada de la familia, mi hija,(tu sobrina) se fue a México, vive en una delegación que se llama Azcapotzalco, dice que parece pueblito, con zonas de calles angostas, iglesias y capillas chiquitas, le recuerda mucho acá a Michoacán, dice que me vaya para allá, trabaja en una fábrica en Vallejo dice, vive cerca de ahí, le renta una viejita que la quiere como si fuera su hija. Hermano te pido un favor: cuando yo muera, te la encargo, es lo único que nos queda de la familia-”.
La carta venía: con una foto de una niña con vestido rosa, con trenzas al lado de sus hombros.
La miró fijamente, tenía un lunar a un lado de la nariz, ¿se acordará de mi? ¿Sabrá que tiene un tío en América?
Preguntas que él mismo no sabía contestar, el tiempo borra todo recuerdo.
Marcó el teléfono:
“---Señorita quiero una reservación a la Ciudad de México”
La señorita: “nada más tenemos para el martes a las 12 del día”
“Si señorita, me lo aparta por favor, se lo agradezco”
Llegó temprano al aeropuerto de Los Ángeles, el cielo estaba nublado, pasaron pájaros volando en dirección de los árboles.
Tenía sed, se compró una coca cola fría, había tiempo, faltaba una hora para que saliera el avión, le daba miedo la ciudad.
Dicen que roban mucho por esos rumbos, la gente ya no cabe en las casas, no puedes ni agarrar un taxi.
Se durmió en el avión. Cuando despertó ya estaba en el aeropuerto Benito Juárez.
Caminó un rato, se compró una torta.
¿Dónde quedara ese pueblo llamado Azcapotzalco?
Preguntó.
“Si señor, se va por el metro es más rápido, se baja en la estación–Uam Aazcapotzalco”.
Sus pasos lo llevaron por San Andrés, San Juan Tlilhuaca, la Reinosa.
En San Martín Xochinahuac encontró un cuarto donde quedarse.
Se hacía tarde, venía cansado, durmió toda la tarde.
Miró la foto de su sobrina, “ya es una señorita” pensó.
“¿Cuántos años tendrá? ¿25, 30? quien sabe.
Unos días se quedó en el kiosco del centro de Azcapotzalco, veía a todas las mujeres que pasaban, buscando una señal, algo que identificara a su sobrina.
Días buscando.
Hasta que un día sucedió que:
El día estaba nublado, llovía con intensidad, fuertes truenos en el cielo, como si el mundo se partiera en dos, todos los negocios cerrados, unos postes sin luz, el agua en las calles ya hacía olas, las gruesas gordas parecían romper el suelo.
Ella venia caminando con pasos rápidos, quería llegar pronto a su casa, hacía frío y está lluvia que no se quita, miró para todos lados, a lo lejos vio a un hombre con sombrero ancho y una gabardina negra, la miraba fijamente, corrió hacía ella, la lluvia parecía una maldición, caía con más fuerza.
Ella también corrió, pero asustada, escapaba, su corazón parecía salirse de su cuerpo, su respiración era muy agitada, la lluvia y los rayos parecían la furia del cielo, el agua no la dejaban ver bien se le metía en los ojos.
Quiso seguir corriendo, su zapatilla roja se había atorado en la grietas de la banqueta, sentía como si surgiera una mano fuerte del suelo y la sujetara, decidió correr sin la zapatilla, agarró la que tenía puesta y la arrojó lejos, en medio de los árboles, puso las manos detrás de su espalda pegadas al poste de luz, con una luz amarillenta que apenas iluminaba su sombra.
El hombre de la gabardina y el sombrero se agacho para recoger la zapatilla, gritaba palabras que no llegaban a la mujer detrás del poste, los rayos y la lluvia impedían que el llamado llegara a sus oídos.
Ella escondida se limpió la frente, su vestido pegado a su cuerpo, como su segunda piel, sintió angustia e impotencia de no poder escapar de aquel tipo que la perseguía, empezó a rezar, recordaba a su madre que cuando estuviera en problemas, rezara.
La luz se fue, sintió una mano huesuda en su hombro, el rayo salido de la nada, vio un rostro flaco y viejo que le decía palabras cortadas en español e inglés que ella no entendía, el de la gabardina se fijó en los ojos negros y cejas delgadas de la mujer, un lunar negro a un costado de la nariz, quería agarrarla con la otra mano…
ZAZ
La cachetada se oyó como si una piedra se estrellara en una puerta, la soltó, se agachó para sobarse el cachete de dolor…
Ella se dirigió a la biblioteca Fray Bartolomé de las Casas, ahí en pleno centro, puerta cerrada. Con las manos abiertas golpeaba la madera: “¡auxilio, auxilio, abran por favor, un loco me persigue!”.
—-La puerta seguía cerrada y con las luces apagadas----
Sus gritos se oían hasta la Casa de la cultura.
—¡Por favor ayúdenme, alguien que me ayude!”
Los charcos reflejaban los centellantes rayos en esa zona desierta, ni una alma resistiendo la tormenta.
Como el manto de la noche, el viento con lluvia arrancaba las hojas de los árboles.
Unos pájaros nocturnos volaba buscando protección de los árboles, un perro pasó corriendo por donde la mujer gritaba.
El de la gabardina sacó de su bolsa la foto.
La miró con la poca luz que un poste le brindaba, la vio más de cerca, “¡es ella, es ella!”.
Un taxi salió de la oscuridad por la calle Morelos, abrió la puerta a la mujer, ella se subió, y ya no escuchó los gritos que daba el anciano:
“¡María, Maríaaa!”.
El taxista vio a la mujer con expresión desencajada.
“¿Le sucede algo señorita? ¿Quiere que llame a la policía?
No podía respirar ni articular palabra.
El corazón parecía que le iba a explotar, respiró más profundo.
“No gracias, ya no hace falta”.
“Solo lléveme pronto a San Martín, por favor”.
El taxista le dijo: “no conozco por aquí, usted me va diciendo el camino”.
Las llantas rodaron con más prisa salpicando agua de los charcos.
Por el espejo vio a un hombre levantando una zapatilla en la mano haciéndole señas.
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